“O nos violan o nos venden. Somos botín de guerra”

Cristine Mater, cristiana en Irak, se pasa la mano por su barriga. Siente las patadas incesantes de su bebé. La mujer, que descansa en un sofá que han colocado a la entrada de su tienda de campaña, ve el tiempo y la vida pasar. Al cuello, un sencillo rosario. Su fe es lo único de lo que no ha sido desposeída. Sus esperanzas en el futuro… hace meses que se esfumaron.

“¿Qué futuro le espera a mi hijo? Los yihadistas del Estado Islámico (EI) no tendrán piedad de nosotros, los cristianos. ¿Huiremos durante el resto de nuestra vida o viviremos escondidos como animales asustadizos?”, se pregunta la mujer mientras se aferra a la cruz de su rosario. “Si nos encuentran no tendrán piedad, como no la han tenido con los yazidíes o con los soldados iraquíes. Matarán a los hombres y a las mujeres las venderán como esclavas sexuales”, se lamenta.

Cristine, que será madre el próximo diciembre, está atemorizada al pensar qué será de ellos esté próximo invierno. Lluvias. Nieve. Temperaturas gélidas. La mujer prefiere no decir palabra y agacha su cabeza. Sabe que las endebles tiendas de campaña, donadas gentilmente por ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados), no bastarán para resistir las acometidas de un invierno aterrador. “El invierno, en Erbil, es muy duro; y más si tienes que vivir prácticamente a la intemperie. Los desplazados no tienen calefacción ni estufas en las tiendas. ¿Cómo se supone que van a calentarse?”, se pregunta Ammar Leviv, médico voluntario que pasa consulta todos los días en un pequeño dispensario en la iglesia de San José, en el barrio cristiano de Ainkawa.

En este recinto religioso, piedra angular de los cristianos de Erbil, viven cerca de 250 familias diseminadas en diferentes tiendas de campaña en los jardines de la iglesia y en un edificio a medio construir en la acera de enfrente. “Los cristianos de Mosul escucharon que este sitio era seguro y comenzaron a llegar sin parar, tanto que estamos absolutamente desbordados y no tenemos espacio para más”, afirma Leviv

El hacinamiento y la falta de privacidad han desencadenado los primeros problemas graves de convivencia entre los desplazados. “Se han registrado incidentes entre familias que se han visto obligadas, de la noche a la mañana, a vivir en menos de 10 metros cuadrados y cuyo tabique de separación con el vecino es solo una tela”, cuenta el médico. Niños llorando. Toses. Conversaciones nocturnas. Humo de cigarrillos. Cualquier nimiedad puede desencadenar un problema; aunque para Suan, responsable de la iglesia de San José, es algo a lo que se puede poner remedio. Este hombre de mediana edad teme más a la propagación de enfermedades contagiosas.

“Hace unos días hemos detectado el primer caso de fiebre tifoidea entre los desplazados. La mujer está en cuarentena con el fin de que no pueda contagiar a más personas”, señala Suan. La suciedad que se acumula entre las tiendas, el intenso calor, las malas condiciones de los sanitarios y la mala calidad del agua son un caldo de cultivo propicio para la transmisión de enfermedades contagiosas, como el cólera. “El día que aparezca un caso de cólera entre los refugiados, ese día será un caos absoluto: se propagará como la peste y no podremos detenerlo”, se lamenta el doctor Ammar Leviv, que confiesa que no tienen medios suficientes para poder vacunar, de manera preventiva, a los desplazados.


Los rumores que propagan el terror: mujeres prisioneras

Soada Jan habla atropelladamente. La mujer, de mediana edad y de penetrantes ojos azules, pide ayuda, desesperada. “El Estado Islámico secuestró a mi sobrina de dos años. Sus padres no pudieron escapar. Desde hace más de un mes no sabemos nada de ella”, se lamenta la mujer, que pregunta si algún Gobierno occidental podría hacer algo por ella. Los ojos esquivos del reportero, que baja su mirada, la acercan a la realidad. Nadie hará absolutamente nada para ayudarla. “Es posible que la hayan matado, y quizás sea mejor, porque vivir con estos salvajes no es vivir”, dice en alto, tratando de engañarse a sí misma.

A su lado, un hombre joven interviene en la conversación. “Yo he oído que los islamistas se entretienen viendo cómo los perros se comen a los recién nacidos”. Soada lanza una mirada de reproche al joven, que se encoje de hombres y continúa su camino como si tal cosa.

Los rumores y las leyendas sobre la suerte que espera a las mujeres en manos de los milicianos del Estado Islámico corren como la pólvora entre los desplazados. Todos saben de lo que son capaces, aunque muy pocos lo hayan visto con sus propios ojos. “A las mujeres las violan o las venden como esclavas. También las casan con los combatientes durante unos días para que sacien su apetencia sexual”, afirma Solibia Ammar. Esta joven de 20 años se dispone a preparar la comida para su familia, cinco miembros en total. Debajo del brazo porta un barreño lleno de judías verdes recién troceadas. La joven no tiene ninguna duda de la suerte que habría corrido a manos de los yihadistas.

“Me habrían casado con algún combatiente y luego me habrían vendido o matado. Nosotras, las cristianas, no tenemos ningún valor para ellos. Somos sólo un botín de guerra”, denuncia, aunque acaba afirmando que no conoce ningún caso y que “son sólo rumores que se escuchan entre los desplazados”.

“No tienen piedad de los cristianos. No dudan en decapitarnos uno a uno. Venden a nuestras mujeres o las convierten en esclavas sexuales. No son humanos”, se lamenta Soiki Said, policía de la ciudad de Mosul, de la que se vio obligado a huir cuando la tomaron los combatientes del Estado Islámico.

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