La pasión por el autoritarismo es un rasgo muy característico de las sociedades latinoamericanas, Colombia incluida. Reconocer una decisión como un error o aceptar la responsabilidad de los propios actos es algo que difícilmente se les ve a nuestros líderes. Desde Fujimori hasta Ortega, los populismos autoritarios han condenado a sus países a décadas de crisis institucionales, una detrás de otra. En el Salvador pasará lo mismo, después de las aparentes victorias de Bukele que encubren profundas violaciones a los DDHH, destrucción institucional y corrupción a todo nivel.

Ahora, los momentos clave en que los países caen en manos de populismos autoritarios se pueden rastrear. Casi siempre ocurre cuando confluyen la crisis de las instituciones tradicionales – como los partidos políticos – con recesiones o períodos de inflación alta (o los dos) – con retos no resueltos en seguridad, o incluso con retos violentos al Estado mismo. Sí, lo que trato de decir es que hoy Colombia tiene un alto riesgo de que un autoritarismo anti-derechos, al mejor estilo de Nayib Bukele aparezca en el panorama. Tiene tres años para crecer a la sombra de la indignación y el miedo.

Pero, además, Colombia tiene una variante particular. Cuando la izquierda democrática gana elecciones después de períodos de regímenes tan cerrados como el colombiano – la gente suele votar a favor de mayor equidad, y en nuestro caso, de paz. Recordarán quiénes me leen que en el estallido social las demandas eran equidad, participación y que nos dejen de matar. Por eso, el gobierno puede fracasar prácticamente en todo, menos en aquellos programas que puedan darles a las personas esperanza en una vida más pacífica y equitativa. Y al menos en lo primero, estamos fallando.

Hay que decirlo sin ambigüedades: la paz total no va bien, aunque una gran mayoría de personas seguimos apoyando esa esperanza. Pero la política necesita mucha más fuerza, capacidad y también liderazgos generosos que reconozcan desde la responsabilidad que la paz debe ser un asunto transversal de gobierno y no el problema de una u otra instancia. Eso implica que los muchos frentes en los que se trabaja deben estar juntos y articulados. De lo contrario sucede lo que ya está pasando en regiones como el Catatumbo y Arauca: distintos grupos armados entraron en una guerra sin cuartel para hacerse con el control territorial sin ningún tipo de límite ni respeto por la población civil, asesinando los liderazgos sociales que mantienen viva la democracia local, desplazando y confinando miles y miles de colombianos y colombianas. Aceptar esto no es rendirse en la paz, es justamente el primer paso para que funcione.

En eso los mensajes desde el legislativo en la coalición de gobierno van cada uno por su lado y más de una vez desde los ministerios se considera que la paz es un asunto fragmentado en distintas personalidades. Una cosa es la mesa con el ELN y otra con el Estado Mayor Central (EMC), aunque las dos sean completamente codependientes, y otra cosa es la negociación con el Clan del Golfo, el mayor holding criminal de Colombia. Pareciera que la ley de sometimiento se escribió sin tener en cuenta las expectativas de la oficina del Alto Comisionado de Paz, y a veces se percibe que no hay unidad del Estado en todas las conversaciones. No pocas veces distintos miembros de la coalición de gobierno tienen posiciones antagónicas y en más de un caso se rechaza la presencia de la Fuerza Pública como mecanismo disuasor de los grupos armados, incluso de aquellos más vinculados con el crimen.

Sé que es altamente impopular entre quienes hemos tenido simpatías por la izquierda o el progresismo dar por hecho que necesitamos una fuerte política de seguridad que acompañe a la paz. Por supuesto con total y pleno respeto por los DDHH, y acompañada de la presencia integral del Estado como lo augura la nueva política en Seguridad y Defensa. Pero es definitivamente una necesidad inaplazable. Yo tengo la esperanza de que el discurso del presidente Petro ante los altos mandos de las Fuerzas Militares el 12 de mayo sea la línea que va a dar peso a la política de paz total. Puede que no sea lo que el ELN y otros grupos armados esperaban escuchar, pero definitivamente es imperativo para que el alivio a las personas que continúan sufriendo los embates de esta guerra no declarada entre violentos sea una realidad. En esto no podemos fallar. El bukelismo está a la vuelta de la esquina.