Conocí a una candidata al Senado que me contó esta historia una vez. Una líder de Barranquilla la llamó para decirle que estaba muy interesada en apoyar su propuesta y que quería sumarse a su campaña. La candidata de nuestra historia pertenecía a un partido en ese momento de oposición y sus costos de campaña eran 100% cubiertos por crédito, cuya garantía la daba el propio partido político. Muy emocionada, ella tomó de inmediato un bus (sí, un bus) a Barranquilla para hablar con la líder política.

La reunión no pudo haber ido mejor. Había un perfecto entendimiento político e ideológico, un sorprendente conocimiento de qué y cómo quería que su comunidad fuera representada en el Senado y, además, un profundo conocimiento. Acordaron que la líder se uniría a su campaña. Hasta que la líder dijo: “Necesito para empezar 300 millones de pesos en efectivo para agendar las reuniones.” La candidata le contestó: “No tengo 300 millones de pesos en efectivo, ni tampoco en cuentas. Estamos esperando el desembolso del crédito, pero no será tanta plata.” La líder contestó muy extrañada: “Entonces, si no tienes plata, ¿qué haces aquí?”

Esa historia me recuerda al chat de Day Vásquez con sus cinco puntos (cinco millones de pesos). En Colombia nos negamos a ver la verdad, y por eso nos inventamos complejas normas que dan apariencia de legalidad cuando en realidad pocas cosas lo son. Para la primera vuelta del 2022, los registros oficiales contabilizaron que los candidatos gastaron 125 mil millones de pesos, casi el presupuesto de atención a víctimas para un año. Lo peor es que todas y todos sabemos que se gastó mucho más que eso.

¿Cuánto cuesta llenar la plaza de Bolívar? ¿Cuánto cuesta un edil, un concejal, una lideresa política? ¿Cómo cambian las tarifas de los operadores políticos en las regiones? ¿Cuánto del presupuesto público hemos gastado los últimos cincuenta años pagando estas cuotas? Estas son las preguntas que nunca nos hacemos. Pobres y ricos viven y ganan de esa intermediación, los primeros porque no hay otra forma más a la mano de movilidad social y de tener empleo, y los segundos porque la contratación pública es más rentable hoy que el propio narcotráfico. Además, aunque lo neguemos, no hay contrato sin mediación en el mejor de los casos, o coima en el peor de ellos.

En los círculos intelectuales y del análisis político, no falta el colega que, ante la evidencia de las entrevistas, los testimonios y la propia realidad, opta por decir: “Es que no hay pruebas de que eso suceda”. O aún peor, no falta el político que repite: “Si tienes pruebas, denúnciame a la fiscalía”.

En el pasado gobierno de Juan Manuel Santos, lo que era tradición se convirtió en delito: no reportar gastos de campaña era una falta administrativa y hoy es el delito que tiene a Nicolás Petro Burgos bajo la lupa de la justicia. El otro escándalo que ha salpicado a este gobierno es la declaración de Armando Benedetti, donde afirma que consiguió 15 mil millones de pesos para la campaña, lo que correspondería a más de la mitad de los gastos reportados entre la primera y segunda vuelta. Sobre ambas declaraciones, lo único que se puede asegurar con certeza antes de que la justicia falle es que la política en Colombia cuesta demasiado dinero, que los candidatos vuelan en aviones privados, que los operadores políticos existen y que incluso un hombre como Alex Char necesita dar cinco puntos, que pueden ser sus gastos de caja menor en un día, para ganar apoyo en el círculo del que consideró que sería el próximo presidente. Y que sin ellos, no se gana. Pero de ellos no hablamos.

Cuando el hoy presidente Gustavo Petro lanzó la idea de un acuerdo nacional con la política, estoy segura de que pensaba en su fuero interno que el poder presidencial era tan grande que se podía trabajar con estos operadores para ganar y luego hacerlos partícipes de un proyecto nacional a punta de darles una porción de burocracia pública que bastaría para que votaran a favor de todo lo que venía. No dimensionó que la intermediación política es el gran poder en las sombras que se ha mantenido a punta de tener un Estado aparentemente pequeño, pero lleno de contratistas.

La lideresa barranquillera, Day Vásquez, Nicolás Petro Burgos y Alex Char, tienen muchas cosas en común. Queremos vivir como dioses, con dinero, puestos y contratos. Vivir del Estado, controlarlo, decidir quién entra y quién sale. Queremos honestidad, pero toleramos los niveles desaforados de clientelismo que nos hacen esclavos de la clase política. En eso se ha convertido la política para Colombia y si algo cambió en este gobierno es que nos está enfrentando con quiénes somos en realidad. A ver si empezamos a aceptar que tenemos un problema. Uno de verdad.

Laura Bonilla