De una u otra forma todos vivimos una ficción. Para mí, el mejor ejemplo de esta máxima es cuando dos personas recuerdan cosas radicalmente opuestas del mismo hecho vivido. La verdad, que defendemos con tanta vehemencia se convierte en un entramado de razones, vivencias y emociones que con el tiempo pueden terminar alejándonos de la realidad. Así, sucesivamente vamos formando lo que somos y lo que contamos de nosotros mismos.

Este país vive inmerso en varias ficciones colectivas que hemos incorporado como realidades, y no pocas veces como pasiones. Explicaciones de nuestra violencia, mitos, relatos y sobre todo justificaciones. Los colombianos – y tal vez los latinos – llegamos a convertir un detalle en nuestra identidad, a veces absurda como que hay un metro de izquierda subterráneo y un metro de derecha elevado. Ahí es cuando la ficción se vuelve un delirio, y de ellos estamos llenos. Cada uno de los grupos violentos de la larga historia del conflicto han construido su propia ficción: la de los paramilitares era la defensa de la propiedad y la de las guerrillas la justicia por vía de la revolución armada.

Últimamente los mensajes de Antonio García son como una catarsis de las ficciones colectivas del ELN, destinados exclusivamente a reforzar la esencia identitaria de guerrilla. Aunque hay muchas cosas verificables y probablemente ciertas como que el Comando Central conserva unidad de mando sobre esa guerrilla – la idea de un ELN federal, como si fuera un Estado es más ilusión que realidad – hay otras que no se sostienen y por eso la sociedad las percibe como un relato cínico de quién elude toda responsabilidad sobre sus actos.

Deshacer una ficción es doloroso, porque la madurez que implica pasar de la culpa a la responsabilidad es la misma que implica pasar de la infancia a la adultez. Pero ahí están los datos, los relatos y los testimonios que muestran que esa gran narrativa donde la guerrilla representa una sociedad completamente marginada es falsa. Para no hablar de verdades, la realidad verificable es que los territorios que dicen defender están inmersos en una violencia homicida centrada en contra de la población, y lo más triste: en contra de las organizaciones sociales que alguna vez quisieron defender. Poco va a quedar de tejido social o de organizaciones populares si siguen a este ritmo. Al final el poder popular, tan de la esencia del ELN, se construye con gente. Y gente es lo que no está quedando.

Ante eso el mensaje del ELN es volver a los mensajes que conoce bien: “son daños colaterales”, “pagamos con la misma moneda”, “hemos estado en guerra hace 60 años”, “el presidente Petro no nos representa”. Frases construidas sobre generalidades que son siempre inalcanzables e inteligibles para el grueso de la sociedad: “el poder real”, “el modelo económico”, “participación con todos”. Y ante la posibilidad de un gobierno más generoso que lo acostumbrado se refugian en todos y cada uno de los detalles, como si una sumatoria extensa de detalles garantizara el cumplimiento de cualquier acuerdo, por imposible que sea.

Si el ELN no asume una postura más madura que la que muestran sus mensajes, Colombia podrá ser el país más generoso del mundo en un proceso de paz y el gobierno insistirá hasta el agotamiento en la idea de la paz negociada, que es tal vez lo que aglutina con mayor fuerza a la coalición de gobierno, pero en la tercera ronda de diálogos veremos a un ELN tan apegado al detalle que será capaz de hacer de una coma su identidad. Su lista irá creciendo y su intención de ser el único grupo armado con reconocimiento político será cada vez mayor.

Mientras tanto, Colombia también sigue sumida en su propio delirio. Una parte de la sociedad piensa que la paz no es tan importante como las reformas sociales, o incluso que las reformas sociales traerán por sí mismas paz y seguridad, y otra afirma que sólo la mano dura puede sacarnos de este embrollo. Nada de esto es cierto, pero en nuestra escala de valores elegimos la identidad sobre la evidencia, aún a costa de los resultados que pueda traernos como sociedad. Al final, no hay nada más inmaduro que preferir que el mundo arda, con tal de tener la razón.

Laura Bonilla