La última semana la he pasado revisando las cifras de la gestión del gobierno de Petro ahora que se cumple un año. Medir la gestión gubernamental pareciera algo ya conciliado en la Ciencia Política, pero es uno de los grandes debates. Uno bien pudiera decir que un gobierno que se gasta todo el dinero que presupuestó es un gobierno eficiente, pero también puede significar un gobierno profundamente corrupto.
Si a eso le sumamos nuestra animadversión por medir resultados o impacto, pues tenemos un serio déficit de datos. Es decir, estamos medio a ciegas tratando de entender qué hacemos bien y qué hacemos mal. El gobierno ha tenido, por supuesto, aciertos y desaciertos organizando su gabinete y tratando de empujar el monstruo estatal hacia los cambios que se prometieron en campaña, pero también tratando de responder a los compromisos políticos (léase cuotas burocráticas) que pueden estar generándole más peso del que quisiera. En todo caso, no es sencillo.
Sin embargo, al 30 de junio, el porcentaje de ejecución fue solo del 30.1% – según datos de la Dirección General del Presupuesto Público Nacional – es realmente bajo. No se explicaría simplemente por dificultades en la gestión. Para que me entiendan las personas que me leen: la ejecución corresponde a lo que el Gobierno tiene ya comprometido, mediante actos o contratos, del total de la asignación máxima de la cartera. Sin embargo, si las obligaciones no son cumplidas a cabalidad, los pagos no se realizan. Lo que ya está listo para ser pagado es solo el 16% del total apropiado.
Hay algo que no cuadra en las cifras, incluso dando por sentada la tesis única de la gestión. No solo porque al final el número de contratos solo habla de la capacidad de contratar, sino porque no es lógico que los contratistas que han vivido tantos años del Estado y tienen tanta experiencia en manejar a su antojo la ley 80 simplemente pararan su gestión. Estoy segura de que estos últimos siguen presionando a sus intermediarios en el Congreso para continuar con cualesquiera fueran sus negocios, y que muchos de estos intermediarios fueron parte de la coalición de gobierno, o incluso todavía lo son. ¿O no?
Entre más ahondo en casos y entidades específicas, más me convenzo de que lo que estamos viviendo es una sumatoria de causas que no estamos viendo en perspectiva. En primer lugar, es verdad que el presidente Petro paró las firmas de los compromisos pasados, basándose en una profunda desconfianza, para nada infundada, en el gobierno anterior. También es verdad que el “saber público” consta de una cantidad de información que se aprende haciendo y navegando entre las normas informales y las costumbres públicas que no necesariamente obedecen a la ley, y que se ubican en una zona gris que puede ser kafkiana para cualquiera que no esté acostumbrado. Y la izquierda colombiana tiene preparación académica, pero no tiene tanta gente que cumpla con la condición fundamental de ser indiscutiblemente leal al gobierno y saber “hacer” en las aguas públicas.
La paranoia inicial también hizo que este gobierno prescindiera de gente capaz y bien intencionada, pero no explica del todo el bajo porcentaje de ejecución. Aquí, es posible que estemos ante un mercado de la contratación mucho más pequeño de lo que creíamos, pero sobre todo construido a imagen y semejanza de los políticos que lo gestionaban. Al verse en crisis los intermediarios y al no saber cómo responder ante los cambios de gobierno, simplemente hay un sinfín de convocatorias y licitaciones que están quedando desiertas.
Al mismo tiempo, el saber contratar con el Estado tampoco se aprende fácilmente. Desde el 2012, Colombia no ha mejorado en su calificación de corrupción, según el índice de transparencia internacional. Y en prácticamente todos los casos donde existen transacciones de estas se necesita de la conjunción entre el gobierno, un privado y un político que intermedia. No sé si es intencional, pero en cierta forma esto se está fracturando. El político ya no es tan eficiente, el gobierno no los recibe de la misma forma y el privado está bajo muchas más lupas.
En las grietas de este modelo se está mostrando la realidad de lo que somos: un Estado cuya capacidad es inversamente proporcional al peso de su contratación pública y a un acumulado de normas que se hicieron a la medida de los contratistas más profesionales (y puede que los más corruptos), pero que han despojado al resto de la sociedad de su capacidad para ejecutar. Bueno sería no perder esto de vista. Finalmente, gobernar no es contratar.