En 1957 la escritora estadounidense Ayn Rand publicó una de sus más recordadas obras: La Rebelión de Atlas. La novela, apasionante desde la primera hasta la última de sus más de 1.200 páginas, narra la historia ficticia de un industrial metalúrgico, creativo e innovador, que decide un día, junto con otros como él, emprender una rebelión. Sin desenfundar armas, sin matar a nadie, sin pasar por encima de los derechos de los demás, fueron, cada uno, ocultándose lentamente.
Cuenta la novela que todos ellos deciden, de pronto, fundar desde el exilio una sociedad nueva de personas trabajadoras de todas partes, y de todos los estratos. Renunciaban así, silenciosa pero contundentemente, a dejarse gobernar por ese poder burocrático, ineficiente, ideologizado, clientelista y podrido que administraba el país. No cuento el final, pero termina bien, y enseña en últimas que es la creatividad, el trabajo, el esfuerzo, la innovación, la productividad y el liderazgo privado el que puede transformar las sociedades.
Hoy a nuestros atlas colombianos, a nuestros industriales, a nuestros Jonh Galt (nombre del protagonista de la novela de Rand), les está empezando a pasar lo mismo. Los agobia un gobierno inútil que amenaza, desde la más cómoda posición burocrática, y utilizando a diario arengas trasnochadas y vacías, el patrimonio que han construido toda su vida. Y están empezando a frenar.
El Dane mostró esta semana el tamaño del freno. Reveló que en abril de 2023 y frente al mismo mes de 2022, el sector de industria manufacturera cayó 6,4% . Y esto es apenas promedio, porque de las 21 categorías industriales sólo dos, las de hidrocarburos y equipos para el sector energético (que, por cierto, están en manos públicas), no están cayendo. Las otras 19 se hunden en promedio al 10% anual, con casos dramáticos como el de textiles, que cayó al vacío descalabrándose 30% frente al 2022.
Dicho de otra forma, en promedio los industriales privados colombianos registraron 20% menos de actividad. Si en abril de 2022, un colega industrial pequeño del sector de artes gráficas en el Ricaurte, produjo cincuenta millones de pesos en mercancías, este año apenas llegó a cuarenta. Se le esfumaron 10 millones: vendió menos, se concentró en líneas de menor valor. Retrocedió, así de claro.
¿Qué hizo ese colega? Pues las cifras muestran que no despidió gente (de hecho, se crearon 162 mil puestos de trabajo en el sector industrial para el mismo periodo). No lo hizo porque, contrario a lo que cree el gobierno, no se puede dar ese lujo. Y no solo porque lo diga la Ley, que ahora se quiere volver más estricta, engorrosa y difícil de cumplir, sino porque si echa gente, pierde formación, motivación, conocimiento, práctica, y en muchos casos, pierde familia. No puede.
Tampoco elevó precios al consumidor en la misma proporción, porque sabe que, con la amenaza de los chinos, del contrabando y de los rapidísimos cambios de hábitos de consumo, perdería clientes para siempre. Lo que sacrificó, en la mayoría de los casos, fue su propio bolsillo, y con él, no solo sus impuestos, lo que terminará paradójicamente afectando a ese gobierno que lo odia, sino algo más importante: sus posibilidades de crecer. Se frenarán sus inversiones, se detendrá, igual que el Atlas de Ayn Rand, su ambición de transformar y mejorar al mundo. Debemos evitar a toda costa que eso pase.