La informalidad se ha tomado nuestra realidad y no le prestamos suficiente atención. Recientemente el Dane publicó las cifras de informalidad laboral para el 2022 que marcaba un 58,2%. Muchos sintieron un curioso alivio ya que el dato presenta una disminución frente al registro del 2021, pero es ínfima, apenas dos puntos porcentuales. El problema sigue siendo enorme y lo que se vislumbra no arroja datos tranquilizadores por ningún lado.
La informalidad laboral es tan solo una cara de este miriágono, que puede tener fácilmente esos 10.000 lados, en donde cada uno de nosotros juega un rol que mantiene vivo un mercado oscuro y dañino para todos. Dicen los expertos que para salir de la informalidad se necesitan más empresas que generen empleo, pero para que se creen, debe existir un entorno que propicie el consumo, motive la inversión y promueva la competencia en igualdad de condiciones para quienes se van a medir a participar por una tajada del mercado. La solución pareciera no tener un principio fácil, está en ese misterioso mundo, aún por resolver de qué es primero, la gallina o el huevo.
Ahora bien, la responsabilidad no es solamente de las empresas, dónde dejamos el valor que cada ciudadano da a su situación social y económica. El surgimiento original de las guerrillas tuvo esta cuna, pero también se les perdió el norte al ver que era más beneficioso convertirse en narcotraficantes y padres putativos del más lucrativo e inagotable negocio que puede ser hoy el rey de la ilegalidad. Resulta curioso que Colombia no haya vivido más movilizaciones y que el drama social de muchos compatriotas no se expresara constante y estridentemente, exigiendo menos informalidad en el manejo de los recursos, la ejecución de obras y la programación de proyectos en los que sí existen deudas que son más que históricas. Dónde están las caravanas de personas clamando por servicios públicos decentes, educación o infraestructura, que en medio de manejos irrisorios se han ido como arena entre los dedos.
Hay que mirar la responsabilidad de una sociedad que envía un errado mensaje, cuando ve para otro lado y deja que la informalidad dibuje su futuro.
Esta semana debatíamos sobre estos puntos en un taller que ofrecimos a una empresa, y una mujer preocupada por esta informalidad generalizada en el país, preguntaba: ¿qué hacemos? ¿cómo podemos ser más activos? La respuesta pareciera fácil y en el fondo lo es: Participando y no dejando pasar nada. Haciendo valer nuestros derechos como ciudadanos que se unen para trabajar con su vecindario, su barrio, su localidad, su ciudad y su país. Suena sencillo, pero requiere, como cualquier cosa en la vida, abrir espacio en la agenda e invertir tiempo; y lo más importante, creer que uno es parte de la solución y no que hay otros que podrán, o peor aún, deberán ocuparse.
Es así como, delegamos la tarea en terceros a los que posteriormente culpamos de su fracaso, y que solos no pueden empujar cambios profundos ni garantizar que su voz llegue hasta la puerta de nuestra casa. Los políticos de turno, no pueden asegurarse de que sus acciones y sus discursos pronunciados detrás de un atril en la plaza pública, se cumplan a lo largo y ancho de su campo de acción. Tenemos que echarles una manito, prestar atención a lo que dicen, darles ideas, motivar a sus equipos y participar activamente en generar acciones de cambio.
La informalidad, en una de esas ya mencionadas caras, nos desfila en cada esquina y motivamos su crecimiento con actitudes de indiferencia o lo que es peor, de complicidad. El informal monta un negocito que copia camisetas de marca y las venden a una fracción del precio original, ¿adivinen a quién le compramos? El informal toma lo que le den, lo vuelve a envasar y lo revende, vemos y reconocemos la forma de la botella original, sabemos que el producto es falso, que es ilegal, pero lo compramos porque nos ahorramos unos pesos. Esa cultura, amiga del ahorro de tres pesos, nos lleva a inmortalizar un modelo que no permite el desarrollo, que no genera ingresos para ninguna ciudad y que no hace rico a nadie, sino pobre a un entorno que deja de creer en el valor común y privilegia el ganar aquí y ahora.
La informalidad es amiga de la falta de rigurosidad, entristece los escenarios, entrega malas narrativas, y hace evidente que el Estado ha caído también en sus garras. El marco regulatorio del país no es una costura hecha ayer, es fuerte y en constante crecimiento, pero no lo hacemos valer. El informal y su negocio se afincan en una calle, a los pocos días es toda una población flotante que ocupa los lados de una vía, pero como el Estado no hace presencia, cuando los van a retirar, son los ilegales los que montan la protesta y reclaman sus derechos, los cuales fueron fundamentados en pisotear el bien colectivo, en atropellar las normas y en desconocer las reglamentaciones vigentes. Porque para el informal sus derechos son ilimitados y sus deberes irrisorios.
Si vivir sabroso es creernos el cuento de que el Estado me da, me condona y me glorifica por no haber arrasado con más cosas públicas, sin haber puesto a cambio ni la más remota buena intención de mi parte, pues claramente no hemos entendido nada y somos víctimas de nuestro propio invento. La informalidad continuará deformando nuestra realidad.
Managing Partner