Refiere la filóloga española Irene Vallejo (1979) en su maravillo libro El infinito en un junco (2019) que en el siglo V a. C., Gorgias (483-375 a. C.) el sofista, escribió: «la palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión»”.  La Palabra tiene valor y poder pese a lo diminuta que en apariencia es, según los fonemas que la componen; su grandeza está más allá de los fonemas. La palabra es aliento en tiempos de dificultad, llena de vigor y felicidad, e incluso sirve para expresar solidaridad para con el otro que sufre. La palabra construyó el Universo a partir del verbo, que es la palabra en acción.

Se dice que previamente a Gorgias, Pitágoras (569-475 a. C), el célebre filósofo y matemático de la Escuela de Crotona, imponía a quienes serían aceptados en su escuela un rígido régimen de silencio, consistente en callar durante cinco años, con el ánimo de aquietar la mente y abrir la conciencia. En ese escenario la palabra se silencia o al menos no existe en boca del candidato a la iniciación, sólo circula la palabra creadora del maestro. El candidato calla y escucha con atención, ausculta la palabra, medita sobre ella y en ella en el sonido del silencio que le rodea. Probablemente su voz interior también acalla. Esos profanos eran llamados “Acoustici”, que sólo escuchaban y no tenían contacto visual con el maestro. Una vez superada esa ardua prueba del silencio, el candidato pasaba a ser discípulo, en adelante “Mathematici”, momento a partir del cual le era posible ver al maestro. El silencio y la escucha se complementaban con la visión ocular.

Superada la etapa del silencio, el candidato convertido en discípulo se adentraba en el aprendizaje del mundo pitagórico de la mano del maestro, quien, mediante la palabra y los números, hilaba lentamente un proceso de depuración en la vida del aprendiz que ávidamente buscaba la respuesta o quizás la palabra perdida en el marco de la vida. El maestro, fiel a sus discípulos, usaba la palabra para enseñar, pero también para corregir y sentenciar. La palabra en Pitágoras además era preceptora; el precepto cuida, guarda, protege e inculca. Se dice que Pitágoras les indicaba a sus alumnos el aprendizaje de la armonía de los cuerpos celestes antes que en los acordes de la lira. La misma armonía debería existir entre la preparación del alimento y su consumo.

También, se menciona que la palabra pitagórica edificaba, Pitágoras invitaba a encontrar la armonía entre el cuerpo físico y “la psyché” o alma humana, en armonía con la naturaleza y los dioses. Invitaba a edificar casas modestas para no tener que conservar en ella cosas innecesarias, la que debía de ser un lugar de paz, y no desear exclusivamente la paz de la tumba. El maestro Pitágoras desechaba la tiranía e invitaba a ser compasivo frente a la debilidad humana, que era la debilidad del otro y también la propia, y así mantener la confianza en la especie humana por perversa que pudiera ser. En algún momento la humanidad entenderá que no todo se vale y menos la guerra.

El maestro invitaba para que la palabra no fuese sólo látigo de la razón, sino también pebetero del corazón. La divinidad está acompañada de la Palabra que edifica, sana, cura, compone y revive. No en vano, una palabra es suficiente para sanar al hombre, una palabra enhebra Al Corán. Una palabra del Dios vivo. La palabra para Pitágoras es el acto de la divinidad, manifiesto en un círculo que tiene un centro en todo lugar y una circunferencia en ningún sitio. La Palabra es espíritu, vida y materia.

León Sandoval