Hace unos meses confirmé que en mi empresa me robaban. Tomó tiempo corroborarlo, descifrar el modo del hurto a cuentagotas, pero lo descubrimos. Como todo lo que está mal, la sospecha la levantó un pequeño tufillo de desatención en los detalles, las cosas no caían justamente en donde tenían que estar ni en los tiempos que debían, pero en ese momento el apego por lo conocido y los años de “confianza” hacían difícil ver lo que parecía evidente.
Para mi sorpresa el robo del que fui víctima es más conocido de lo que jamás hubiera imaginado. Hablando con colegas, empresarios, amigos de todas las edades y tipo de organizaciones, no tengo uno al que no le hayan sacado la plata del bolsillo y enfrente de su nariz. La técnica varía de personaje en personaje, pero es básicamente la misma trama en una novela que azota a miles de empresas y empresarios que creen haber encontrado a ese magnífico “personal de confianza”.
El robo empieza justificando y cruzando gastos que uno no ve por ser “irrelevantes”, pequeñas cuentas de escasos miles de pesos que no hacen grandes diferencias en los balances generales. Con los primeros triunfos del ladrón, su avaricia va creciendo y la diversidad de fuentes para malversar recursos se convierte en un manantial inagotable de creatividad en donde suman a amigos y conocidos para ir sacando pequeños montos que luego suman grandes cifras.
Descubierta la trampa viene lo más curioso de todo el caso, el culpable del robo no es el ladrón, es el idiota empresario que se dejó robar. A tal punto de ridiculez hemos llegado que pasa lo que usualmente escuchamos en Bogotá cuando a alguien le roban el teléfono, no es el ladrón el salvaje, es la persona tarada que se ha atrevido a hablar por su celular en la calle. Tan interiorizada tenemos la responsabilidad de que nos pueden robar que le descargamos la culpa al ladrón y nos la comemos toda nosotros, los que hemos sido engañados y manipulados por meses y años.
¿Qué se puede hacer contra el pícaro en estos robos de “poca monta”? Pues, en síntesis, no mucho. Se puede uno tomar la tarea de contratar abogados, recopilar pruebas del caso, sumar testigos que empiezan a escurrir el bulto diciendo que ellos no sabían, perseguir al delincuente que jamás aceptará que estaba timando a su propia empresa aquella que por años le pagó la nómina, para que pasados como mínimo dos años y unos costosos gastos de tramitología y burocracia, el valor recuperado no compense todo el gasto realizado y las toneladas de horas dedicadas a recuperar lo que ya sin el ladrón en la empresa, se empieza a ver florecer por cada esquina.
A lo anterior se suman las aterradoras historias de esos a quienes fueron robados y se atrevieron a perseguir al ladronzuelo y cuentan cómo estos fueron a romperles los vidrios de la casa, a amenazarles a la familia o asustarlos en cualquier calle de la ciudad, al fin y al cabo, el que más asusta es el que parece llevar la delantera en esta deshonesta carrera del chalequeo empresarial.
Ojalá muchas personas que están creando hoy sus empresas o que las dirigen hace tiempo, revisen con frecuencia hasta las más tontas facturas y proveedores, los detalles menores de su operación porque por ahí, por los pequeños huequitos en las paredes es por donde se meten las cucarachas y luego los ratones. Sí que es nuestra responsabilidad como directivos poner todos los controles posibles, pero es desalentador pensar que hasta las más sólidas barreras podrán llegar a ser movidas con el fin de que un pillo se lleve a su casa hasta un miserable rollo de papel higiénico.
Del dolor a la rabia, de la rabia a la frustración y de ella a un desaliento enorme, es un camino que hay que aprender a transitar evitando a toda costa que otras personas lo tengan que vivir. Contar el caso y hacer visible a estos pillos que, entre sonrisas sumisas y atenciones innecesarias, buscan tapar con una mano lo que están cargando en todo el cuerpo, debe servir para que muchos no sigan cayendo en lo que parece ser una práctica estandarizada que le cae a esos desinteresados en la contabilidad que pasan de revisar el estado de la caja menor con lupa, o de revisar los pagos a proveedores y supervisar cada centavo, que poco a poco se convierte en millones.
Triste, muy triste, porque deberíamos poder tener una cultura que construya confianza y no que se cimiente en lo opuesto, porque como me decía una persona hace poco: “yo creo que todos los días a mí me están robando en mi empresa, pero todavía no sé cómo”.
Espero que más personas presten atención a esos pequeños detalles, porque por ahí les están metiendo la mano.
Alfonso Castro Cid