Brasil, el espejo roto. La opinión de Jaime Polanco


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Jaime Polanco

Han pasado los reglamentarios 100 días desde la llegada al poder en Brasil del líder ultraderechista Jair Bolsonaro para que se puedan empezar a hacer balances de sus primeros gestos de gobierno.

Tras una apabullante victoria, millones de brasileños pusieron todas sus esperanzas en el cambio. Nuevas maneras de hacer política, nuevas energías para combatir la corrupción. También algunos miedos en los procesos de libertades y derechos humanos llegaron a preocupar después de los discursos xenófobos durante la campaña electoral. Todo estaba justificado, con tal de salir cuanto antes de las arenas movedizas que llevaron a la primera potencia económica y social de la región los anteriores líderes del PT.

Aún las promesas de cambio están por llegar. El desorden en el gobierno no ayuda a consolidar ninguna política concreta. Las injerencias familiares siembran dudas sobre la honestidad de la gestión. El cese en tan breve tiempo de dos miembros del gabinete, tampoco ayuda a tranquilizar a aquellos que piensan que están en un gobierno militarizado.

Las previsiones raquíticas de crecimiento anual, cercanas al 1.3%, y el desempleo descontrolado, rondando ya algo más del 12%, no ayudan en nada a creer que la economía va por buen camino. Con una política de abandono sobre las inversiones chinas, (fueron uno de los ejes del crecimiento del anterior gobierno), para girar hacia los Estados Unidos e Israel, en una alianza conservadora de miras más amplias que las regionales. Con muchos problemas de gobernabilidad en el Congreso para aprobar entre otras la reforma de las pensiones han hecho que las expectativas de aquellos que creían que todo iba a cambiar a mejor, se vean defraudadas en un breve espacio de tiempo.

Las encuestas tampoco muestran síntomas positivos. Las últimas publicadas rebajan la aprobación del Gobierno a un tercio de los encuestados. Solamente la gran aceptación de Bolsonaro en la redes sociales le mantiene con un cierto nivel, por el perfil entreguista de sus seguidores.

Lo cierto es que el Presidente tampoco ayuda mucho. En su empeño de tratar de ser populista, ha ido enredando la agenda nacional con diferentes condimentos. Los anuncios sobre las armas, los homenajes al ejército, las acusaciones a los medios de comunicación, las recomendaciones sobre el precio de algún carburante a la estatal Petrobras, la injerencia de los hijos en el día a día de la política internacional. Todo ello ha mellado el discurso compacto que tenía antes de llegar a ocupar el Palacio de Planalto.

Poco tiempo son tres meses de gobierno para definir el futuro, pero algunas cosas no apuntan en la dirección adecuada. Seguro que tendrá que hacer alguna reflexión sobre su poca popularidad, en la conveniencia o no de tener un gobierno cuasi militarizado y si la política exterior hay que dejarla otra vez en el servicio diplomático brasileño, que tan buenos resultados ha dado históricamente. Quizás menos mirarse al espejo y más hacia los problemas reales del país evitarían que éste saltara en mil pedazos.

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