Por décadas el crecimiento de los centros urbanos se ha visto como una gran complejidad para los diferentes estados en el mundo. Las llamadas megaciudades presentan el mayor desafío para su desarrollo sostenible, marco en el que constantemente se buscan alternativas para mejorar la movilidad, mantener las condiciones ambientales en rangos aceptables y construir infraestructura que se preste para actividades de ocio constante, entre muchas otras variables de sanidad, educación, cultura, negocio y turismo, solamente por mencionar algunas.
Al menos en el caso de Colombia, este desarrollo continúa dándose de forma caótica; son pocas las ciudades que se están proyectando con visiones a 50 o 100 años y libres de las egocéntricas ideas del gobernante de turno. El trillado cuento del metro de Bogotá es una clara muestra de una buena idea pésimamente ejecutada, que ya parece más una fábula que un proyecto de ingeniería y desarrollo para la ciudad. Pero como éste, hay miles de ejemplos que demuestran un descontrol total de las autoridades, unos bajos lineamientos de prospección y en cambio sí mucho pero mucho individualismo.
Paralelo a lo anterior, existen innumerables declaraciones de empresas que viven multiplicando sus proyectos por doquier gracias al crecimiento de los centros urbanos o los nuevos desarrollos turísticos, en los que hacen ver sus proyectos como “amigables con el medio ambiente” o mejor aún “sostenibles”. Se volvió un lugar común esto de calificar las cosas con este adjetivo que tiene mucho de fondo pero que se trabaja, en la mayoría de los casos, con muy poca rigurosidad. ¿Qué tiene de sostenible edificar inmensos complejos de pequeños apartamenticos, con sobrepobladas zonas comunes, al borde de una “carretera” principal con cero vías alternas? ¿Cómo se puede justificar que se levanten gigantescas torres de vivienda en lugares ya sobresaturados de edificios, con redes de acueducto antiquísimas y todo tipo de males de infraestructura alrededor? Las frases bonitas sirven para una linda valla publicitaria, pero para tocar lo de fondo, eso que es real, no se ve nada de nada.
Mirar lo que sucede a la salida de cualquier punto en Bogotá es admirar la desidia histórica del Estado, sumado a la poca o nula atención a la “sostenibilidad” de los cientos de proyectos que se aprueban, y se construyen, al borde de una colapsada vía que hace ya imposible la movilidad y que no se integra con nada que nos permita cambiar el panorama de la perversa fórmula que hemos venido aplicando en nuestros centros urbanos: la mala planeación. La carrera séptima al norte puede ser el mejor ejemplo de lo que una ciudad no debe permitir. Pensar ampliar esa vía, convertida en un embudo, es un proyecto al que nadie va a querer meterle mano porque tendrá no solamente unos altísimos costos, sino un pesado trabajo con comunidades, negocios, vivienda y todo tipo de intríngulis, complejos de resolver. Ahora bien, lo mismo pasa ya en la mal llamada autopista sur y en breve colapsará también, la ya lenta, autopista Medellín.
La corresponsabilidad de quien diseña la norma y de quien otorga el permiso para intervenir un lote es tan grande como la de quien construye en él. Construir por construir no debería ser el único objetivo y debería ir más allá de un bonito mensaje publicitario. Un buen ejemplo de esto es lo que ocurre en la vía Bogotá – Girardot, un corredor vial que no solamente es importante porque es una ruta obligada de vacaciones de los capitalinos, sino que es la columna vertebral por donde pasa toda la carga desde el puerto de Buenaventura en el Pacífico, hasta el centro del país. Se calcula que circulan al año 17 millones de usuarios y en varios tramos la vía es una angosta carretera que parece un caminito menor de una vereda. La joya de la corona, el municipio de Ricaurte, enclavado entre Melgar y Girardot, es hoy en día otro claro ejemplo de lo que no se debería permitir: Una densificación gigantesca y descontrolada que traerá serias consecuencias a una comunidad que no estaba lista para semejante impacto y en tan poco tiempo. La sostenibilidad no se ha asomado por esa zona.
Pero parece que el tema no se resiste a morir y está comenzando a aparecer en la agenda, al menos esto lo deja ver la Cámara Colombiana de la Construcción, Camacol, que ha presentado la primera edición del Congreso Camacol Verde, bajo el lema de “sostenibilidad en construcción”, a realizarse en el mes de mayo de este año. Ojalá los resultados de las conversaciones levanten más ampollas que aplausos y generen reflexiones profundas para que la responsabilidad de construir en entornos complejos permita el mejor desarrollo para todos, no solamente lindos carteles y fotos con drones, de lugares con todo tipo de problemáticas, sociales, ambientales, de salud y de movilidad.
El desafío de crecer sosteniblemente es de las mayores proporciones, y parte de realmente creerse el cuento. El sector constructor está en el centro del debate por el poder y responsabilidad que tiene de proponer profundas transformaciones en las ciudades que continuarán desarrollándose.
Porque para lograr ese equilibrio, en un mundo que crece a ritmos desmedidos y que necesita las mejores soluciones aquí y ahora, hay alternativas que seguramente requerirán sacrificar algunos metros cuadrados o reacondicionar proyectos para disminuir su impacto. Todas, decisiones que requieren muchas renegociaciones internas y nuevas conversaciones que realmente pongan a la sostenibilidad, con todo lo que implica, en el centro.
Managing Partner
Kreab Colombia