Al reclutamiento y posterior masacre de cuatro niños pertenecientes al pueblo Murui (hijos del tabaco, la coca y la yuca dulce), comunidad ancestral de la Amazonía, a manos del Estado Mayor Central -Farc, se le suman los crueles asesinatos de una comerciante y un trabajador informal en el municipio de Simití, Sur de Bolívar, a manos del Clan del Golfo, y el doloroso asesinato de dos policías y una mujer, en el casco urbano del municipio de Tibú en Norte de Santander, por parte del ELN, entre otros actos atroces cometidos por estos y otros actores armados, que infringen el Derecho Internacional Humanitario y violan los derechos fundamentales de la población civil.
Esta acciones tienen en la práctica dos objetivos comunes, de un lado, debilitar el optimismo y la fuerza que las organizaciones sociales, comunitarias y sectores de la sociedad han manifestado, acerca de la posibilidad de construir participativamente caminos de paz y reconciliación, aportando a los cambios estructurales que se requieren para superar las múltiples causas y consecuencias que alimentan las violencias, y de otro lado, generar mayores niveles de desesperanza, para imponer sus proclamas.
Al logro de los objetivos comunes en las actuaciones de los Grupos Armados No Estatales, se les suma, el empeño de algunos líderes políticos de oposición, de directivos de gremios económicos, de medios de comunicación y periodistas que, metiendo el dedo en la herida, construyen un relato de desaliento y engaño, como si las consecuencias que nos ha dejado la guerra no estuvieran cargadas de suficiente dolor. En esto, nuevamente los extremos se unen.
Las arengas se caracterizan, en el caso de las guerrillas, por sus contradicciones ideológicas, sus desaciertos en el análisis del momento político y por su escasez de propuestas transformadoras, y en el caso de los neoparamilitares, por pretender presentarse como adalides de la justicia, la democracia y la libertad, y abrogarse un carácter político que no tienen, eso sí, todas ellas cargadas de descalificaciones contra el Gobierno Nacional y las organizaciones que trabajan por la paz y los derechos humanos.
Las organizaciones sociales tienen la no muy fácil tarea de mejorar los niveles de coordinación, comunicación y movilización, para reafirmar y mandatar la paz. A los esfuerzos de diálogo social que hoy se expresan en todo el territorio nacional, buscando la construcción de pactos, se le suma la urgente tarea de crear campañas de comunicación, generar escenarios de movilización y acciones simbólicas masivas para demostrarle a los actores armados, que no serán ellos, si continúan con sus actuaciones caducas y degradadas, los llamados a aportar en la construcción del futuro y el presente que el pueblo necesita.
Es necesario nuevamente mandatar la paz, como se hizo masivamente en 1997 y 1998, cuando un amplio e incluyente ejercicio de participación y movilización, posibilitó que millones de colombianas y colombianos, manifestaran de forma contundente, su compromiso con la construcción de paz y justicia social, y su exigencia a la solución pacífica del conflicto armado. Hoy, aunque las condiciones son diferentes, en tanto existe una sociedad más polarizada, el poder del narcotráfico y la corrupción son mayores, y el accionar de los grupos armados deja poco espacio a la creatividad política, se hace necesario nuevamente volcar a las calles y en las urnas el poder del constituyente primario, proclive a la paz y la justicia social.
Una mezcla de acciones territoriales de resistencia, diálogo y concertación en done intervengan todos los sectores de la sociedad, y un esfuerzo nacional coordinado de comunicaciones, movilización e incidencia política que se manifieste en las futuras elecciones, le daría al Gobierno Nacional una señal contundente de respaldo y decisión a favor de las transformaciones progresivas y concertadas, no por ello menos profundas, que requiere la paz integral, y le enviaría a los grupos armados no estatales, un irrevocable mensaje de paz para el desescalamiento inmediato de la violencia, el abordaje serio y decidido de una agenda de negociaciones profunda pero realista, en relación con las condiciones políticas, económicas y sociales del país, y la firma de acuerdos que permitan ponerle fin al conflicto armado interno.
De allí la importancia de las manifestaciones que mediante comunicados públicos y actos simbólicos se produjeron esta semana. A la par de que los actores armados hicieron demostración de su capacidad de atrocidad y sevicia, múltiples organizaciones sociales, iglesias y confesiones religiosas de carácter nacional y regionales, convocaron eventos simbólicos, académicos, se pronunciaron repudiando la violencia, y más de 300 organizaciones e instituciones universitarias reafirmaron, mediante un comunicado que denominaron Nuestro Grito por la Vida y la Paz, su compromiso con la paz y sus propuestas encaminadas a defender la vida.
Le corresponde al Gobierno Nacional y a la cooperación internacional, respaldar y potenciar a la ciudadanía organizada para rodear el proceso de paz, sin imponer criterios, sin presiones o expresiones que pueden sonar a chantaje, respetando la autonomía de los procesos y respaldando sus propuestas, para ahogar las violencias con más democracia participativa, más transformaciones, más goce efectivo de derechos, y más diálogo. Se tendrán que aumentar exponencialmente, por parte del Gobierno y el Estado, los esfuerzos económicos y de seguridad, tendientes a respaldar el accionar de las organizaciones y redes regionales y nacionales, y garantizar la vida de líderes y lideresas sociales, de firmantes de los acuerdos de paz, de defensoras y defensores de DDHH y constructoras de paz.
No desfallecer ante la adversidad de la guerra, no dejarse seducir por los llamados de las trincheras, no sucumbir ante quienes escupen balas y ruegan que la violencia nunca llegue a sus hogares, son las convicciones que debemos mantener para hacer posible vivir en una Colombia en paz, con justicia social, cultura democrática, respetuosa de los Derechos Humanos, la vida y la diversidad.