“Allah Akbar, somos musulmanes, si la policía nos mata tenemos derecho a matar, está escrito en el Corán”, esta fue la viral reacción en redes sociales de uno de los miles de jóvenes que llevan arrasando Francia en la última semana.
Lo que empezó como un movimiento de protesta por el asesinato en París del joven Nahel, ha degenerado hacia un terrorismo urbano que tiene contra las cuerdas al ya de por sí desprestigiado presidente Emmanuel Macron, quien no se le ocurrió una idea más brillante que culpar a las redes sociales de la situación en las calles, mientras ardía medio país y bailaba en el concierto de Elton John.
Vayamos al origen. Los hechos objetivos que encendieron la mecha según las imágenes, el atestado policial y las crónicas periodísticas: Nahel, un joven de 17 años, con antecedentes policiales por venta de drogas, robo y amenazas, es detenido en un control policial. El joven, quien iba con otros dos amigos, conducía un Mercedes amarillo, sin licencia de conducir. Circulaba de manera temeraria, lo que llamó la atención de varios agentes. Tras saltarse varios controles y hacer adelantamientos en zonas prohibidas, finalmente detuvo el coche ante dos policías. Tras una corta y acalorada discusión con los gendarmes, arrancó el coche bruscamente. En su intento de huida, se llevó por delante a uno de ellos, que se revolvió, y le disparó con su arma reglamentaria. Nahel falleció casi al instante por una bala en el pecho.
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Hecha la crónica objetiva del suceso, todo lo que viene después ya son las derivadas y consecuencias, donde el subjetivismo de cada análisis enreda una problemática con demasiadas derivadas. Hay que tener una cosa clara que casi siempre se ignora, los musulmanes viven y se rigen por las costumbres del islam; y los más ortodoxos, por las leyes de la sharía. Sea en el país que sea, no socializan como los occidentales, ni aceptan muchas leyes del país al que se trasladan. Y para los lectores más despistados, entiéndase que hablo de los musulmanes, no de personas nacidas en Argelia, Mali o Marruecos, que no siempre es lo mismo. Por ser preciso, es bueno diferenciar en el modelo de convivencia de occidente entre el islam y el inmigrante en general.
Odio a su propio país
Por encima de este lamentable suceso, el gran problema de Francia (y de algún otro país europeo) es que un número significativo de musulmanes que viven en el país (alrededor de 9 millones), desprecian al propio país, no se identifican con sus instituciones y odian a sus connacionales. Son franceses, pero no se sienten franceses a pesar de que muchos ya han nacido en Francia y son tercera generación.
En este sentido, Francia es el vivo ejemplo del fracaso de la multiculturalidad. Durante siete décadas, políticos y buena parte de la sociedad civil se han tapado un ojo, por ingenuidad, por cobardía, o porque directamente les sobornaron, vaya usted a saber. Y el polvorín social les ha estallado en la cara. De hecho lleva sucediendo décadas. En 2005, tras la muerte de dos jóvenes que huían de la policía, ya pasó algo similar, aunque lo cierto es que cada vez la violencia es más desproporcionada.
Fracaso de modelo
Estos enfrentamientos demuestran que el modelo de sociedad propuesto por buena parte de la izquierda europea, basado en la victimización, el determinismo social, la eliminación de valores como el esfuerzo o el mérito, frente a la colectivización, la dependencia o el sectarismo, se ha demostrado un suicidio como sociedad. El esquema francés es una fábrica de jóvenes sin futuro, incapaces de resolver su propio destino y eternamente insatisfechos a la espera de que el Estado les dé todo. Un fiasco de modelo en el que intecambiaron subsidios por odio.
A lo largo de su historia moderna, Europa ha sido un ejemplo de movimientos migratorios y de integración. Después de la II Guerra Mundial, o tras la caída del muro de Berlín, en 1989, especialmente. Rumanos, polacos, húngaros, españoles, chinos, ucranianos, argentinos, colombianos, ecuatorianos, cubanos… Emigraron por cientos de miles, llegaban a países nuevos sin generar problemas sociales internos. Todos se integraron, trabajaron y vivieron en paz como buenamente pudieron. Bueno todos no, muchos musulmanes (no todos, obviamente, pero sí una mayoría) no lo hicieron, siguen sin hacerlo.
¿Y eso es un fracaso de ellos? No solamente. Ellos no han puesto de su lado, pero el Estado les permitió todo. Es un fracaso del modelo de país que soñaron muchos tecnócratas de despacho, alejados de la calle, de los barrios. Un fracaso de sus políticos y de sus políticas migratorias. De abrir las puertas de la casa sin saber para qué. Sin capacidad de integrar. Pensaron que con darles un subsidio era bastante.
Aculturación
Desde los años 50’s del siglo pasado, inicio de la llegada masiva de inmigrantes a Francia, el país desarrolló un sistema de integración basado en la ‘asimilación cultural’ que yo llamo ‘aculturación’, que se ha desarrollado en varias fases: En una primera fase, desde los poderes se vendió el mensaje de que todas las culturas eran iguales. Automáticamente, como todas eran iguales, había que respetarlas y aceptarlas: la asimilación. En la segunda fase, y dado que los seres humanos tendemos a unirnos tribalmente, comenzaron a aparecer barrios donde los inmigrantes superaron a la población autóctona. Y los primeros roces.
En paralelo, el estado francés siguió haciendo esfuerzos por integrar y respetar a todas las culturas, a pesar de que los inmigrantes no hicieran ninguno por aceptar las costumbres del país, vivían en sus güetos, que crecían y crecían. En ese punto, algunas personas que en un principio aceptaron con agrado el proceso, ya empezaron a entender que no todo era tan bonito como se lo pintaban. Y se sintieron engañados. Inmigrantes y autóctonos, a partes iguales. Ni unos llegaban al paraíso que les habían vendido en África, mientras que los otros empezaban a ver como aumentaba la inseguridad y todo cambiaba en sus barrios donde habian vivido toda la vida.
Marginalidad y otras lacras
La autoridad en un estado de derecho son los jueces y la policía, y esto se fue diluyendo en estos barrios. Con el paso de los años, en muchas de estas barriadas, las populares ‘banlieue’, desaparecieron las costumbres sociales occidentales y se impusieron nuevas dinámicas en las cuales, la violencia era un pilar básico para escalar en la pirámide social. Surgieron los lobos solitarios, yihadistas, bandas criminales, sharia o Ley islámica, mafias, drogas…
Ellos mismos se dieron cuenta de que tenían poder, cada vez más. En muchas zonas ya eran mayoría y tomaron el control. En ese punto ya no sólo no respetaban la cultura tradicional francesa, tampoco las leyes. El miedo ya lo condicionaba todo. Proliferaron las ‘Zonas No Go’ o fuera de control. Hasta que, de facto, se había creado un ‘estado paralelo’ a escasos 5 kilómetros de la Torre Eiffel, o en el corazón de Saint Denis (donde yo personalmente me perdí hace 23 años mientras caminaba inocentemente, y reconozco que en mi vida nunca he pasado tanto miedo en una calle). Eso multiplíquenlo por cientos de barrios en París, Estrasburgo, Lyon o Marsella…
En la última fase, en la que estamos, los que controlan este estado paralelo se sienten demasiado fuertes y, además, cuentan con una legión de jóvenes que se creyeron la idea de que no tienen nada que perder.
Arden las calles
Y la gran pregunta. ¿Por qué decenas de miles de jóvenes salen a destrozar las calles de sus propias ciudades? No creo que sea ‘lo típico’ que te sientes socialmente oprimido y le prendes fuego a una de las bibliotecas más importantes del país, como la de Marsella. Para luchar contra un presunto acto de abuso policial no es necesario quemar libros. La gente normal un día cualquiera no se levanta y se va a un gran almacén a robar computadores, carteras de lujo, televisores o teléfonos móviles.
Quemar alcaldías, coches, autobuses y edificios, saquear tiendas y concesionarios, tomar las calles con un AK-47 y subirse a las azoteas con rifles de francotirador, no sé ustedes, pero a mí no me parece que sea la solución a los problemas sociales/raciales.
Por supuesto, a la mayoría de estos terroristas urbanos ni les importaba Nahel, ni nadie, estas revueltas son una válvula de escape para evidenciar su rabia con el mundo y castigar al resto de franceses, a los que responsabilizan de sus propias frustraciones. Sólo hay que verles sus rostros mientras arrasaban con todo. Riendo y celebrando mientras vandalizaban contra todo y contra todos.
En poco más de una semana van 3.500 detenidos (la mayoria menores de edad), más de 2.000 incendios, 4.000 coches ardidos, ataques a centenares de edificios públicos. 600 policías y bomberos heridos y unos daños materiales estimados en más de 5.000 millones de euros. No es la lucha contra el racismo, es ira, es frustración acumulada. Es “el no me importa nada porque siento que no tengo nada que perder”.
Empatía mal entendida
Algunos deportistas y políticos aportunistas salieron en redes sociales para azuzar el fuego durante los primeros días de caos. Injustificable es la mal entendida ‘empatía de raza o de color’ con la barbarie. La democracia se respeta. Las instituciones se respetan sobre todo cuando funciona el estado de derecho de un país como Francia.
Mire usted, yo soy blanco, pero me parece fatal que otros blancos esclavizaran a los negros hasta el siglo XIX, detesto el ku klux klan o me irrita que cien idiotas llamen “mono” a Vinicius Jr, en un estadio de fútbol. Igualmente es injustificable e indefendible que un musulmán o un negro justifique o promueva el vandalismo de esta semana en Francia. El respeto es en todas las direcciones. Y el populismo pancartero de las redes, lamentable.
El gendarme que mató a Nahel se encuentra, desde el jueves pasado, en la cárcel de manera preventiva a la espera del juicio. Si se comprueba que hizo una maniobra prohibida y temeraria, excediendo el protocolo del uso de su arma reglamentaria, con total seguridad seguirá en prisión unos cuantos años más. De hecho, y dada la dimensión que ha tomado el caso, no le auguro un buen futuro en el juicio.
No sólo es xenofobia
Todo esto que ocurre en Francia no es un tema de xenofobia. No hay un Estado más proteccionista y que dé tanto por nada al inmigrante que el francés. El fracaso no ha sido por racismo. Es un fracaso de planteamiento del modelo político. De forzar la mezcla entre el agua y el aceite. De un multiculturalismo postizo, endulzado a la fuerza. Y la consecuencia son las decenas de miles de desadaptados que no saben convivir con las costumbres y valores del país en el que están.
Mucha gente prefiere no ver la realidad porque seguramente la realidad es demasiado dura para aceptarla. Y porque en el punto en el que estamos ya no hay vuelta atrás. La confrontación social y el conflicto civil es inevitable. Sí, seguro las aguas volverán a su cauce en unos días, pero es cuestión de tiempo que se active la explosión porque es imparable. Cuanto más tiempo pase, peor, la bomba casera se volverá en una bomba atómica.