El buenismo, la amenaza del buen gobierno

El Premio Nobel de física Richard Feynman decía que “no hay que confundir educación con inteligencia. Se pueden tener uno o varios doctorados y seguir siendo un idiota”. Echando la vista a buena parte de los dirigentes internacionales que tenemos, no puedo estar más de acuerdo con la frase.

La inteligencia, al igual que los valores, no se pueden comprar. Se tienen o no se tienen. Todos conocemos a algún ‘conocido’ que ha estudiado un super máster en Harvard o Stanford, pero no es muy capaz con la vida en general. No es lo mismo ‘titulación’ que ‘inteligencia’, y mucho menos equipararlo con ‘valores’. Y de falta de valores se adolece en la actualidad. La gente con valores rectos es INCOMPRABLE. Y no es cierto que todo el mundo tenga un precio. Existen líneas rojas morales y de conducta que la gente honesta no traspasa.

Haciendo un reduccionismo, creo que hay tres tipos de políticos: los honestos, que intentan hacer las cosas bien, por el camino correcto, con un único fin: mejorar la vida de los ciudadanos. Los inmorales: corruptos que sólo buscan sacar tajada, beneficiarse ellos y sus amigos del dinero público; y finalmente están los políticos buenistas, que son los que sueñan con transformaciones sociales acorde a unos valores universales de confianza ciega en el ser humano, la paz y amor incondicional.

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Valores universales

El buenismo no es tan bueno. A mi juicio, es una actitud inocente y condescendiente frente a las cosas mal hechas, frente a lo que perturba a la mayoría. ¿Quién no quiere un mundo de tolerancia, paz, equidad y solidaridad? Lógico, pero en el fondo eso no es sino un bonito titular. Lo importante no es lo que queramos, sino los medios y sacrificios que pondremos para lograrlo. Y debe haber unos límites a la tolerancia con los que hacen el mal. Ocultar o infravalorar lo negativo de la vida es excesivamente peligroso para la convivencia.

Buenismo es pensar que un abusador reincidente de niños o mujeres se cura. Buenismo es creer que un asesino en serie se reinserta en la sociedad como un amable cajero de supermercado. Buenismo es pensar que TODOS los inmigrantes se integran y ayudan a construir un mejor país adónde llegan. Buenismo es también creer que no hay empresarios inescrupulosos, que explotan a sus empleados. Buenismo es pensar que todas las personas merecemos exactamente la misma recompensa sin importar el esfuerzo o el talento.

Gente de todo tipo

En suma, el buenista piensa que “todo el mundo es bueno” y merecemos lo mismo por lo que somos, no por lo que sembramos. La cruda realidad, sin embargo, nos demuestra lo contrario todos los días. En el mundo hay gente buena y gente mala. Gente que comete delitos, que hace daño, gente que disfruta haciendo el mal a otros; y otros, la mayoría, que sólo piensan en positivo y en construir un entorno mejor. En el mundo, como es lógico, hay de todo. Estudiantes que estudian, y estudiantes que no. Deportistas que entrenan 10 horas y otros 30 minutos. Por eso no todos tenemos los mismos resultados, aunque al buenista le parezca bien igualar a todo el mundo por abajo. Juntar a buenos y malos en el mismo tablero de juego no suele funcionar.

El problema de verdad viene cuando el político buenista tiene la iniciativa de legislar. Legalizar su ensoñación que es una amenaza para la mayoría. En ese punto, se normaliza lo inmoral y se convierte en ley, favoreciendo al malvado, al corrupto, al perezoso… Y por el contrario, el ciudadano que sólo quiere vivir en paz, el que trabaja más duro, o al que arriesga más que el resto, queda desprotegido o se le penaliza para financiar fiestas ajenas. Esto sí que es inmoral.

Se repite la historia

No crean que esto es nuevo, buenistas irresponsables siempre hubo. La mayoría de líderes europeos de los años 30’s también pensaron que el sueño expansionista de Hitler tendría un límite. Y no. Primero fue Austria, luego Checoslovaquia, Lituania, Polonia… ¿Pensaban que el Führer frenaría algún día? Los buenistas de entonces creyeron que sí. No supieron o no quisieron enfrentarse al problema de raíz, y terminaron en la mayor guerra de la historia.

Esa es una buena lección que nos deja el buenismo: no solucionar un problema lo crece; y mirar para otro lado hace que el tumor se extienda a veces hasta un punto de no solución.

¿Les suena esto de no querer afrontar los problemas reales de la gente? (educación, salud, pensiones, empleo de calidad, familia…) A nuestros políticos también. Prefieren silbar mirando al techo o distraernos con banalidades o cortinas de humo en lugar de coger el toro por los cuernos. Seguramente esto es por una mezcla de ineptitud y cobardía.

En el caso del Estado subsidiado, por ejemplo, todo lo que una persona recibe sin haber trabajado es porque otro lo trabajó por él. Cierto que el sistema debe garantizar una vida con unos mínimos de dignidad a las personas que eventualmente quedan desprotegidas. Pero no es menos cierto que el sistema deben intentar atraerlos de nuevo a la cadena productiva. Cosa bien distinta es que orienten la política a cronificar el subsidio y la ‘inutilización’ de las personas, tan habitual esto hoy en día.

‘Reparto’ de la riqueza

Por pura lógica, un gobierno no puede entregar nada a una persona que no produce si antes no se lo ‘ha quitado’ a otro que sí lo ha hecho. Cuando la mitad de las personas se dan cuenta de que es mejor no trabajar porque la otra mitad se hace cargo de ellas, y esta mitad se convence de que no vale la pena trabajar ni esforzarse para que se lo quiten para dárselo al que inducen a no hacer nada, ese es el fin del camino. El sistema se quiebra y se acaban las subvenciones porque no hay quien las produzca. Es la ruina económica y moral de la sociedad. Y ya lo hemos visto más de un vez en los sistemas comunistas.

Aunque el buenista no lo crea, la riqueza no se puede multiplicar dividiéndola, ni siquiera es cierto que la riqueza se pueda redistribuir: la riqueza sólo se crea o se destruye. Y sólo se crea trabajando. Trabajando todos: el inteligente de Havard, el idiota de Stanford, los inmorales de su gobierno o las personas decentes, que afortunadamente somos la mayoría.

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