La ética práctica, primer paso para una inteligencia más sofisticada

En el artículo previo La ética global (Fonseca, ConfidencialColombia, 2023) se habla de cómo los humanos hemos llegado a una situación de vulnerabilidad autoinfligida que cuestiona duramente y por sí sola la inteligencia de la especie.

En los años 60 (hace 60 años ya) Hardin estaba especialmente preocupado por el crecimiento de la población, al entender que los recursos disponibles de la tierra eran finitos, y por lo tanto una tasa de crecimiento permanente de la población llevaría a la tragedia tarde o temprano; por eso abogaba por la coerción como estrategia de contención del crecimiento para preservar la lógica del bienestar para todos (Hardin, 1968). La coerción es la forma general para indicar las reglas que la misma sociedad se autoimpone para regularse, vía leyes, impuestos y otras formas de control.

Sus detractores clamaban porque las libertades individuales se veían amenazadas con estas medidas de coerción, en un mundo que todavía no sentía el problema, pero que evidentemente él sí visualizaba. La mayor parte de la gente prevé consecuencias de corto plazo, pero muy pocas personas prevén consecuencias de largo plazo.

Estaba reclamando por el uso de impuestos o instrumentos similares, que limitaran el uso de recursos como el agua y el aire, porque su uso libre, basado en la decisión particular y egoísta de cada persona terminaría afectando a todo el mundo. Hoy, esta realidad está sobrepasando por lejos su anticipación. Planteó tempranamente un curso de acción brillante al respecto, que ayuda a resolver el cuestionamiento principal: a situaciones cambiantes, cambia también la racionalidad con que se toman las decisiones. Me atrevo a complementar: puede incluso también cambiar la ética dependiendo de la magnitud del cambio de la situación.

Si se hubiera reconocido el costo de los usos ambientales en su momento, como hoy se le llama a la utilización de los recursos naturales, bien fuera por vía de impuestos, o de tasas que representaran la reparación o la recuperación del estado inicial del recurso para uso de la humanidad, se hubiera dado un marco diferente para la racionalidad de las decisiones, aún sin tener que apelar a la razonabilidad que habla Savater (Savater, 2008).

Ahora es fácil decirlo porque estamos viendo ya las consecuencias de su agotamiento. Aunque hubo unos pocos, como Hardin, que previeron las consecuencias de largo plazo, pudo más el inmediatismo y egoísmo del capitalismo imperante, – de las utilidades ya – fin último, e incluso tuvo más peso la ética de las libertades individuales que impidió reconocer la tragedia venidera para toda la humanidad. Una curiosa pero popular inteligencia desarrollada a partir de premisas no correctas, que ahora tenemos el enorme reto de corregir este error estructural para reformular el desempeño de la humanidad sobre la faz de la tierra, y obtener, por fin, un resultado colectivamente inteligente (Innerarity, 2019).

No se nos haga raro que en no más de unos 20 años se piense que lo que vivimos en la actualidad de las ciudades más pobladas perteneció a una época bárbara, absurda, en que buses y autos las contaminaban asfixiantemente y los ciudadanos estaban condenados al mal aire que respiraban, y no será fácil entender bien cómo se generó semejante estupidez colectiva.

En un nuevo orden, el industrial que quisiera explotar un mineral, debería contabilizar entre su estado de resultados la reparación de los daños ambientales, con el consecuente traslado de esos costos al precio, y ese efecto precio sobre la demanda determinaría si aún habría estímulos para producir y mercadear, o si por el contrario habría que innovar hacia nuevas formas de productos y servicios; también habría límites desde los cuales no estuviera permitida alguna actividad, no por efectos de mercado sino de regulación.

Ese nuevo capitalismo, o capitalismo sostenible como lo llaman modernamente algunos autores, el del cambio del marco de reglas e incentivos que incorporen a la naturaleza como recurso valiosísimo, finito y en muchos casos ya escaso, para así también cambiar la forma en que las personas decidan el consumo de productos, deberá necesariamente incorporar la economía de mercados como parte de la solución, para que sea aceptado con rapidez. De resto, cualquier otro camino que pretenda un cambio completo de sistema generará unas enormes fricciones con quienes ostentan posiciones de poder económico actualmente, y razones para seguir polarizando y luchando para conservar sus privilegios, mientras se pasa el tiempo valioso que ya no tenemos, y con el riesgo de no concluir en el final feliz de ninguna iniciativa.

Aunque las reclamaciones sean justas y lógicas en torno a la inequidad, la concentración de la riqueza, y las pocas esperanzas de vencer la pobreza, es más probable que una transición con fórmulas provenientes del mismo capitalismo de mercados sea no solo más viable sino más rápida. Es factible que algunos ricos puedan ser más ricos, sin corrupción, pero que se logre el objetivo del aumento de la calidad de vida para la mayoría de la población, equidad en todos los servicios básicos que presten los Estados, la salida de la pobreza para la mayoría y el rescate del equilibrio del ser humano con la tierra, que es lo que realmente importa.

Lentamente, pero en forma creciente, del mismo capitalismo se han venido emitiendo declaraciones de que “no todo vale” para hacer dinero. De esa misma forma cada uno, por su cuenta, debería reflexionar y apelar a su razón para cambiar la forma en que toma sus decisiones cotidianas y ser éticos por encima de su propia racionalidad.

Con un nuevo sentido ético, práctico, que debe conducirnos a comprender que es necesario apuntar a que el bien común sea piedra esencial del bien propio y poder derrotar el egoísmo predominante que solo les funciona bien a unos pocos y muy mal a la mayoría.

Necesariamente esto nos debe llevar a reconsiderar que el corto plazo no puede ser el escenario para la fijación de metas, y que, por el contrario, debemos siempre estar evaluando los efectos en el largo plazo, aunque ya no existamos, pero sí nuestra descendencia. Una nueva ética práctica, en la que, con una inteligencia más sofisticada, mucho menos primaria como la que hoy nos gobierna, nos permita comprender que solo a través de la prosperidad colectiva se logra maximizar la prosperidad propia.

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