Es muy probable que esta semana el Congreso de la República termine aprobando el Plan Nacional de Desarrollo. No está claro que la otra alternativa, la de que se hunda y se sancione por decreto, le sirva a alguien. Ni siquiera a partidos de oposición. Lo que sí está claro es que, de aprobarse, será una victoria pírrica. Se venderá como un gran triunfo de la administración, aunque no sea más que la estocada final de un primer año pésimo en materia legislativa. En esta columna contaré las razones por las cuales creo que el plan aprobado será una noticia más agria que dulce para un gobierno que, esta semana, y como lo sabíamos muchos colombianos, empezó a naufragar.
Y es que, antes que nada, hay que recordar que fue en esta insólita semana (en la que el nuevo presidente de Ecopetrol casi quiebra la empresa a punta de desvaríos, y en que la que Petro echó a sus dos últimos ministros competentes), que se terminó de cocinar el plan de desarrollo. El documento para discusión y aprobación en plenarias, de 282 páginas, y 373 artículos, terminó con la mano metida de todo el mundo.
Para que se haga una idea del alcance de esas “manos”, el proyecto original tenía apenas 300 artículos. Muchos han señalado que el gobierno le dijo a todo que no. Y pues la verdad es que llegaron más de 4.000 proposiciones para discusiones en plenarias, por parte de todos los partidos. Pero mucho de ello, se sabe, es siempre relleno. Al final el gobierno, entre primíparo y falto de foco, aprobó bastante.
Siendo así, ¿por qué creo que se va a aprobar en el Congreso ese Frankenstein que incluye hasta expropiación exprés y 6 facultades extraordinarias? Porque si no, todas esas manos, de todos los partidos, tendrán solo dos opciones: o llevan ya mismo el precio de sus votos a niveles exorbitantes, algo fácil de negociar pero difícil de cumplir, o aprueban el plan, pero toman retaliaciones en las leyes que vienen, que no son pocas, ni pequeñas: la laboral, la pensional, la (¿nueva?) de salud, y la que pronto, quizá mañana mismo le exigirán los estudiantes en la calle: la de la Ley 30 de 1992, Ley de educación superior.
El gobierno se quedó sin cartas para negociar. Cambió precipitadamente el gabinete, y demostró que lo volverá a hacer cuando se le plazca, y que incumplirá el acuerdo que sea. Le muestra así a los congresistas que ya no los necesita, y que, en todo caso, la estrechez financiera no le da para mucho. El Congreso concluirá esta semana que esos articulitos que logró meter hasta ahora, sumado a otros micos que pueda, si acaso, colar en la conciliación, será quizás lo único que alcance a hacer, antes de su cierre virtual, impulsado por un gobierno al que ya no le importará fracasar. Y entre tanto, el gobierno, feliz, alzará jubiloso la copa vacía de un plan de desarrollo que marcará el comienzo de su propio fin.