Hay palabras que definitivamente deben primar en una sociedad y una de ellas es: respeto. Dejar de conjugar este verbo es peligroso, genera enormes zanjas sociales que empiezan como una sencilla grieta que poco a poco se va consolidando y transformando en un inmenso abismo, capaz de tragarse cualquier tipo de relación.
La mayoría de las personas discutimos y terminamos relaciones por falta de respeto. Cuando ese tangible pero tan ambiguo término se rompe, es el momento en que la mayoría sentimos que todo deja de hacer sentido. El sensor personal al irrespeto de cada individuo, que funciona como un artilugio de medida precisa compuesto en un 100% por el líquido impalpable del respeto, viene graduado con una compleja maraña de variables de tolerancia específica, en donde es precisamente la mencionada emulsión, la que marca la pauta. En el kit íntimo de protección individual, dicho instrumento de medición trae consigo varias otras herramientas que ayudan a enfriar o calentar su mecanismo como la tolerancia, la sensibilidad, la oportunidad, entre otras; todas además tan únicas y dependientes del momento específico que se esté viviendo, que hacen aún más valiosa la correcta utilización del verbo en cuestión.
El respeto pareciera universal, todos lo pedimos y la mayoría nos vanagloriamos de ser pulcros en su manejo. Pocos son conscientes de lo delicado de su uso y de las infinitas combinaciones posibles que hacen del respeto uno de los principios que más violamos, a veces, sin darnos cuenta, en nuestra comunicación del día a día. Nos pasa a todos, desde la utilización de una palabra que para otra generación, en otra región o país, tiene una acepción diferente. Mandamos miradas cargadas de fuerza o carentes de ella, en el momento incorrecto. Gesticulamos con desdén sin darnos cuenta o emitimos reacciones personales que los demás leen como el más aterrador capítulo de una novela de Stephen King.
Hay silencios que también son irrespetuosos y manejos de tiempo que son agravios mayores. Existen conversaciones irrespetuosas y preguntas siempre salidas de tono, rayando con la grosería o levantando ampollas que nadie quisiera dejar al descubierto. Existen seres que solamente con su postura están acabando con cualquier posibilidad de interlocución y otros que, al no querer agredir a nadie, son tan difíciles de ver que se vuelven parte del paisaje. El respeto, íntimamente ligado con la comunicación personal, hacen carrera para que más personas ganen en prudencia y miren en otros lo que ellos jamás quisieran hacerle a los demás.
Vivimos hoy en un mundo en el que todos clamamos a los siete vientos que nos respeten. Nos inventamos a cada segundo nuevos nombres para obligar a otros a que nos llamen de cierta forma y generamos constantes fronteras, supuestamente con el objetivo de ser más incluyentes y ecuánimes. Se nos olvida que a esta ecuación le falta una pieza fundamental del engranaje, la que debe reconocer de dónde venimos y la resistencia que naturalmente tendrá toda máquina, incluida la social, en gestionar e integrar un cambio. Esperamos la aceptación de todos de forma inmediata, pero abucheamos públicamente a quien piensa diferente e irrespetamos su posición sin detenimiento o consideración alguna. Olvidamos que el principio del respeto juega también en favor del otro y no en exclusividad propia.
La célebre frase de “Mi libertad termina en donde empieza la del otro”, no alude a nada distinto que al respeto. Vemos innumerables situaciones que se salen de lo ordinario y que cuestionan a diario el valor de su definición. Estamos metidos de cabeza en fortalecer la inclusión y la creación de ambientes cada vez más seguros para todos, pero al final lo que estamos haciendo es crear nuevas formas de ejemplificar algo que debemos aprender desde pequeños: ser respetuosos. Para nadie debe ser un misterio que quienes han sido rechazados por años, bien sea por su etnia, religión, orientación sexual, género, condiciones físicas, líneas de pensamiento, entre millones de otras características, seguirán exigiendo y demandando de parte de todos, respeto. ¿Pero quién respeta al que no piensa, se viste, ama, vive, cree o habla, igual que tú?
Aprendemos fácilmente y muy rápido lo que no nos gusta. Sabemos desde muy pequeños qué nos agrede e intuimos qué de lo que hacemos ofende a los demás. Debería ser más sencillo para nosotros poner en valor eso y exigirnos el mayor nivel de respeto posible, mejorando nuestras relaciones y con ello viviendo en entornos más tranquilos, sin duda un reto de autogestión personal al que vale la pena meterle el esfuerzo.
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