A nueve meses de iniciado su mandato, dos hechos marcan el nuevo rumbo en el Gobierno de Gustavo Petro: el ajuste Ministerial y el balcón presidencial. El primero, como la advierten sirios y troyanos, representa la partida de defunción que el propio Petro le expidió a la fracasada coalición con los partidos liberal, conservador y la U. El segundo, es un recurso que el propio presidente puso en marcha en su paso por la Alcaldía de Bogotá para movilizar a la ciudadanía en favor de su agenda gubernativa. Sin tremendismos, hay que reconocer que Petro vuelve a ser el Petro que todos conocemos y que acude a un repertorio recurrente en los gobiernos de las izquierdas latinoamericanas.
No me sorprende el ajuste de líneas en el gabinete. En las primeras de cambio, la amplia coalición de gobierno que incorporaba a tres partidos tradicionales, permitió la aprobación en el Congreso de la República de un primer paquete de iniciativas legislativas de interés para el nuevo gobierno, entre las que se destacan la reforma tributaria y la ratificación del Acuerdo de Escazú. Sin embargo, la fragilidad de la coalición se evidenció cuando llegaron los proyectos de reformas que constituyen el sello distintivo de un gobierno del cambio. Fue una acida prueba que no aprobaron los partidos del establecimiento y que condujo a una previsible e inevitable apelación del presidente a soportar su gobierno principalmente en las fuerzas políticas alternativas leales a su agenda.
No es para menos. Si una de las principales facetas del arte de gobernar es convocar, conducir y movilizar la institucionalidad hacia una idea de Estado y sociedad en el marco del Estado de Derecho, las coaliciones políticas deben estar al servicio de dicho propósito. Si algunas fuerzas políticas coaligadas actúan en contravía de la agenda del gobernante, en este caso, las reformas planteadas por Petro, no pueden hacer parte de su gobierno. Permitir que los partidos tradicionales se mimeticen en un gobierno del cambio para satisfacer su acostumbrada costumbre de capturar porciones del aparato público es hacerle un enorme daño al esquema gobierno/oposición pilar de toda democracia.
Tampoco debe estigmatizarse la convocatoria a la movilización ciudadana para defender las reformas planteadas y en discusión en el Congreso de la República. La deliberación pública y la presencia de las ciudadanías movilizadas no debe ser interpretada como una transgresión al principio democrático de separación de los poderes públicos. Como la representación popular en cuerpos colegiados no es un cheque en blanco, es justo reconocer que las voces ciudadanas puedan intervenir en el trámite legislativo de las reformas. Para elevar la calidad de nuestra democracia, la propia Constitución de 1991 estableció una adecuada combinación de representación y participación.
La oposición de derecha puede acudir al tremendismo como estrategia política. No es ninguna novedad. La posverdad hace parte sustancial de su repertorio. Pero en rigor, el debate democrático debe fundarse en la argumentación y no en la especulación. Petro, ha escogido la lealtad al mandato de cambios que recibió en las urnas y está apelando a un recurso democrático para respaldar con la movilización la agenda de reformas.