Había una vez una Empresa industrial y comercial del Estado que tenía distintas formas de contratación. Por un lado, funcionarios de planta casi siempre encargados de los temas más misionales, empleados de obra y labor que éramos casi toda la planta de la entidad – y contratistas por orden de prestación de servicios. El gobierno Santos había decidido que su partido – el partido de la U – llevara las riendas de esa empresa, pero con orientación de paz, porque se estaba a portas de firmar el acuerdo de la Habana.
En ese momento, había cierto ambiente favorable. De hecho, el mandato con el que se designó a la directiva de esa entidad fue apoyar desde el sector las reformas por la paz. Yo nunca había vivido en carne propia lo difícil que puede ser remover una estructura tan enquistada donde había corrupción de todo nivel, mal servicio, pésima o inexistente planeación, entre otra serie de desgracias. Pero lo más difícil era obtener resultados al mismo tiempo que se respondía a la presión del Congreso. Como todo ministerio, cuando se acuerda con un partido se convierte en un 30% de apoyo misional, un 70% pagadero de favores.
Por los pasillos desfilaban desde los recomendados de Cuello Baute, hasta el hijo de Eleonora Pineda, familiares de parlamentarios del partido de la U, sobrinos, nietos, hijos e hijas. Algunos hacían lo mejor que podían y trabajaban. Otros, los que tenían mejor recomendación, simplemente se limitaban a decir: otro día más cotizado para la pensión.
Aun así, en algún momento varias de las reformas implementadas en un inicio empezaron a rendir frutos. La alta dirección era citada a diario a rendir cuentas sobre el desempeño. Al ser una empresa, los indicadores eran bastante claros. Las PQR disminuyeron, la percepción del ciudadano aumentó y el nivel de cumplimiento inició al alza. Desde la dirección se había tomado la decisión de privilegiar resultados y en eso se despidieron a varias cuotas políticas.
En ese momento, de nada sirvieron los buenos resultados. Es tan naturalizada la excesiva politización de nuestras entidades que el debate de esa mañana en la radio les daba la razón a los congresistas. Así, llegó una nueva dirección, que no sólo trajo de vuelta los nombramientos, sino que volvió a abrir la puerta a la corrupción que con tanto esfuerzo se había logrado sacar. Cada centavo, proveniente del ciudadano volvió a cumplir su función: pagar indirectamente las campañas políticas de senadores y representantes. Y nada más.
En estas entidades siempre hay un asesor de alto nivel, alguien que maneja las relaciones entre los altos cargos directivos y el Congreso de la República, que organiza la lista, asigna códigos y les da “manejo” a las hojas de vida, que son la moneda de cambio con la que se tramitan siempre las reformas y se negocian las leyes. Ese alto asesor es como un guardián de secretos que va de entidad en entidad “dándole manejo” a la burocracia. Sin ellos, no hay gobierno.
El presidente Santos perdió el plebiscito, pese a toda la burocracia que repartió, a costas de su propia gestión. Quedó con una oposición enfurecida y un partido que lo negaba. Se perdió la paz y también la presidencia. Aquellos congresistas que habían solicitado puestos en la entidad de nuestra historia no tuvieron ningún empacho en cambiar de bandera de un momento a otro. La estrategia no funcionó.
¿Por qué cuento esta historia hoy? Uno de los senadores de la historia ha sido recién nombrado ministro. Justamente uno de aquellos con mucho talento para cambiar rápidamente de orilla ideológica, de amigos políticos o de preferencias. No sé cual habrá sido su promesa para hoy llegar a manejar una cartera con tanto dinero. Pero sea cual sea, yo no cometería el error de creerle demasiado.