Hace un año que la pandemia sorprendió a Colombia, el miedo se apoderó de todos. En el primer confinamiento se hablaba de compartir el salario, de hacer maratones para conseguir alimentos para los más necesitados, se ofrecían ayudas en las compras o diligencias a los adultos mayores, acompañamientos virtuales, se hacía visible una solidaridad que “para bien” nos dejó perplejos a todos.
Era maravilloso saber que estábamos unidos en querer ayudar al otro, mostraba nuestra sensibilidad más íntima a nivel humano. Había una firme esperanza de reflexión, de cambio, de resignificar nuestra existencia, volviéndonos precisamente más humanos. Prometimos a muchos si necesitas algo “pa las que sea” como buenos colombianos. Hasta oramos por aquellos que jamás rezamos.
Un año después la incertidumbre, el desespero y la soledad, hacen parte de nuestro diario vivir, la pandemia no da tregua, y las muertes aumentan. Un pronóstico devastador, el Gobierno es incapaz de mantener políticas de protección en salud y la economía se viene abajo. Por su parte los políticos hacen lo suyo, partidos nuevos y alianzas nuevas, que prometen ser el ideal para salvar el país, mientras tanto el pueblo muere de hambre.
Los bancos obtienen utilidades alarmantes, entretanto sus clientes adquieren deudas impagables y empobrecen de forma alarmante. Algunos empresarios se hacen multimillonarios mientras otros quiebran, y el desempleo se va al alza, los comerciantes cierran sus negocios y los pocos que siguen con sus locales abiertos piden piedad a las autoridades locales para evitar que en los cierres de las cuarentenas no los eliminen por falta de ventas.
Las personas aisladas nos volvimos desconfiadas, vemos a todos como una amenaza. Empezando por los médicos, enfermeros y personal de salud, a quienes se les atacó desde el inicio de la pandemia de manera cruel e injusta, por pensar que por estar en un hospital nos contagiaban. Hoy los vemos como héroes, queremos acapararlos y se convirtieron en las personas fundamentales para nuestras vidas.
Lo que no sabíamos es que como se miraban a los médicos hace un año, ahora nos miramos todos, somos focos de contagio, El Covid -19 es la lepra de nuestro tiempo. No solo por el peligro que representa, sino, porque sacó lo más primitivo de nuestro ser, sobrevive el más fuerte.
Los corazones se endurecieron, nos volvimos insensibles, 70.446 son los fallecidos por Covid-19 en nuestro país, pero es una cifra de colombianos invisibles justo en el tercer pico de la pandemia.
El miedo hace que las personas hagan cosas en contra, incluso de sí mismo, de su familia o de los demás. Ya no compartimos, ni mercados, ni ayudas, y mucho menos nuestro tiempo, en un momento caótico interconectado e inmediato, donde todo se necesita para ya.
Nos olvidamos de los más pobres, dejan de importar las personas que queda sin empleo, el familiar que no tiene para pagar servicios, el vecino que no tiene qué comer, ignoramos también a las personas que viven en la calle. “El primero yo” prima sobre cualquier necesidad, parece que la caridad desaparece y aumenta la pandemia del egoísmo. La gente muere por el virus, pero muere más por egoísmo.
Ojalá tuviéramos el corazón y la fe de los niños y jóvenes, que, a pesar de la pandemia, sueñan con volver al jardín, a su colegio, o a su universidad, en hacer realidad ese proyecto, a viajar por el mundo, a conseguir ese empleo, a bailar con sus amigos y a volver a sonreír con esperanza y fe