Como enemigo supremo del bienestar personal que nos impide tener una vida matizada de momentos felices, ha situado el autor de estas líneas el contrato matrimonial convencional, clásico y religioso, ya que el regido por la ley civil conserva al menos la cláusula de solubilidad de lo pactado de común acuerdo por los contrayentes.
No cabe duda que a todos nos impusieron desde niños la idea absurda que la felicidad podía y debía encontrarse en la institución matrimonial bajo las leyes del derecho canónico, vale decir, el contrato nupcial por el rito católico. Fuera de la unión heterosexual monógama, nos enseñaron desde nuestra tierna infancia, no hay felicidad humana. Los cambios de costumbres mundiales sobre el fenómeno de parejas han sido extremadamente considerados por distintos estados para dar paso a un pluralismo más democrático y liberal del concepto de familia.
El ideal de monogamia para toda la vida, concepto antaño profundamente enraizado en muchísimas personas en el mundo, ha ido perdiendo consistencia en las últimas décadas. Como muchas instituciones sociales, el matrimonio aquí analizado como tipo modélico de otras antepasadas generaciones, lo percibimos actualmente como caduco, vetusto o desvencijado. Los valores tradicionales familiares, patriarcales y machistas que imperaron en épocas pretéritas y con nefastas consecuencias psicológicas contra las mujeres y hombres, propios de una sociedad rural y medieval, no son aplicables en estos tiempos del avasallante capitalismo moderno.
El típico matrimonio católico de estirpe hispano-católico imperante en la España distinta a la de hoy de la Unión Europea y en la América Latina, parece cada día un serio aspirante a hacer parte del museo del pasado, pues probado está que su mantenimiento tiende más a llevar infelicidad a los casados que bienestar personal y familiar de sus miembros. Bien lo dicen las autoras del libro ética promiscua, Dossie Easton y Janet W. Hardy: “La familia nuclear que consiste en padre, madre y prole es una reliquia de la clase media del siglo XX. El matrimonio moderno ya no es esencial para la supervivencia, ahora nos casamos buscando la comodidad, seguridad, sexo, intimidad y conexión emocional”.
Un vasto sector de la sociedad moderna pregona aún un moralismo recalcitrante que pretende imponer la familia nuclear y el matrimonio convencional clásico, criticando y proscribiendo las relaciones románticas y sexuales autenticamente libres de ataduras. Todavía mujeres y hombres tienen miedo y terror a probar nuevas formas de emparejamiento, no obstante que tienen claro que son opciones entradas en desuso y que no facilitan el alcance y obtención del bienestar personal. Y es que, dígase sin rodeos, el matrimonio católico heterosexual monógamo es una feroz máquina de matar almas y cuerpos por millones, quizá más devastadora que la guerra misma.
Los muertos y las víctimas de la convivencia matrimonial clásica pueden contarse por millones, por causa de celos, decepciones, desencuentros, riñas, peleas o combates conyugales. En la España de estos tiempos es frecuente escuchar el que muchos maridos dan muerte a sus esposas y también es perceptible la animadversión y enemistad entre parejas, muchas veces orquestadas por histéricas y malhumoradas esposas. En la América del Sur el panorama no es muy diverso al español y así se observa en programas de corte escandaloso como el llamado “Laura en América”, producido en el Perú.
Honorato de Balzac lo percibió hace cerca de 200 años cuando al inicio de su obra Fisiología del matrimonio, escribió: “Las lágrimas, las venganzas, el odio, el terror, crímenes ocultos, guerras sagradas, familias destrozadas, la desgracia, en fin, se personifica ante él (el matrimonio) y súbitamente al leer esta voz sacramental: ¡Adulterio!, ¡Adulterio!”. En síntesis, demostró Balzac que el matrimonio está preñado de los más horrendos crímenes y disputas.
Seguramente si se le pregunta a quienes se casan por qué lo hacen, responden, casi siempre, que por amor, lo cual es falso y equivocado, dado que muchos contrayentes lo hacen, consciente o inconscientemente, por miedo a la soledad, por interés económico, social o cultural, para legitimar un hijo, por pasión desbordada, por locura transitoria juvenil, por presión y por otras múltiples causas ajenas al sentimiento romántico pregonado en las canciones que le cantan al amor.
Mordaz fue el citado autor francés, Balzac, cuando sentenció: “Por mucho que exprimáis el matrimonio, jamás saldrá de él otra cosa que un placer para los solteros y un fastidio para los casados… el matrimonio es una lucha a muerte”.
Que excepcionalmente se encuentran matrimonios felices, demuestra que no es la regla general hallar una buena pareja matrimonial, quizá ello se da cuando la mujer no es sumisa y tenga una educación varonil, que es muy recomendable para la convivencia humana. Puede haberlas con una formación mental menos dramática propia de las mujeres dependientes y sometidas a la autoridad del hombre, pero ya lo advirtió Balzac: “Una mujer es tan rara como la felicidad misma”.
El manido argumento de la casada de ser víctima del dolor de cabeza o jaqueca, lo analizó nuestro admirado novelista francés ya mencionado, como causa de infelicidad conyugal. La subordinación de la mujer al marido, tan propia del matrimonio católico, que malogra el talento y la inteligencia de la casada y le trunca muchos sueños y anhelos, es otra causa de malestar conyugal, que será objeto de análisis en la próxima entrega de otro artículo sobre la monogamia heterosexual.