Cada 31 de diciembre el mundo percibe la celebración alborozada del advenimiento de un nuevo año. Las primeras imágenes televisivas nos llegan de Nueva Zelanda y Australia, en las que con fuegos artificiales los nativos del quinto continente le dan la bienvenida a otra anualidad. Luego prosiguen los países europeos y finaliza el ciclo de celebración de noche vieja o año nuevo en América. Miles de millones de seres nos proponemos a nosotros mismos cambiar aspectos que de acuerdo a nuestro diagnóstico nos impiden ser felices y avanzar en el proceso de crecimiento.
Los rituales no faltan en estas especiales fechas: la ingesta de las doce uvas a la par que suenan las doce campanadas es usual de los españoles desde el corazón de la capital en la Puerta del Sol; París, considerada por muchos, dentro de los que me incluyo, capital cultural e intelectual del mundo, alberga en los Campos Elíseos a quienes acuden en calidad de turistas a celebrar el año nuevo en la que estiman es su segunda patria. Es quizá una de las más bellas y conmovedoras fiestas de despedida de un año y recibimiento de otro.
Nosotros, los colombianos tenemos la cábala de dar vueltas a una calle, plaza o manzana con una maleta para que el año nuevo sea abundante en viajes; el uso de interiores amarillos es otro ritual muy de nuestro país. Pero pasados unos días todo parece volver a la normalidad y acabada la euforia de las fiestas decembrinas e iniciada la llamada cuesta de enero, caemos en la siempre avasallante y alienante rutina, cada día más aguda en la que nuestros hábitos, costumbres y actos cotidianos son cada vez más masificados, inconscientes y mecanizados. Cabe preguntarse en una reflexión medianamente sensata: es posible ser feliz en un mundo en el que la tecnología y los medios electrónicos convierten en absolutamente autómatas, robots y zombies a millones de personas, especialmente en el mundo occidental y con especial énfasis en la China moderna posterior a la era Mao Tse Tung? La respuesta negativa parece imponerse.
Vuelven a estar de moda las tesis bien concebidas de los precursores del materialismo histórico, que fueran banderas ideológicas de las izquierdas en los años sesenta: la alienación de mujeres y hombres en un mundo cada vez más mecanizado que hicieran que en Europa, principalmente en Francia, Heidegger, Sartre y Simone de Beauvoir pusieran de moda el existencialismo.
Recuerdo que cuando era yo niño, en mi natal Santuario (Ant.), en una Semana Santa, al despertar la década de los sesenta, una querida y famosa maestra de escuela apareció ahogada y flotando en la quebrada La Marinilla. La educadora fue víctima de un estado de sonambulismo, en el que en apariencia despierta fue a darse un baño a las aguas profundas del río perdiendo allí su vida. El sonambulismo es una especie de enfermedad en la que el individuo sufre una alteración de la conciencia y su vida no discurre voluntariamente y muchos actos son producto del inconsciente. Pocos años después de la muerte de la apreciada maestra santuariana aparecía una extraordinaria obra de psicología del francés Pierre Daco, en la que alertaba sobre las enfermedades mentales que ya agobiaban al hombre y mujer del siglo XXI. Predijo Daco que la multitud y la masa reemplazarían al individuo consciente. Cincuenta años después la premonición del profesional galo se está cumpliendo: centenares de millones de mujeres y hombres son zombies, sonámbulos y máquinas automáticas víctimas y presas de sus móviles, computadores, parecen unos, pero realmente están muertos en vida.