Justicia, libertad y paz

En la época de la Revolución Francesa los alzados e insurrectos jacobinos proclamaron aquella trilogía que habría de ser la piedra angular sobre la cual descansa la democracia moderna: la justicia y como consecuencia de ella la libertad y la paz, las dos últimas no pueden coexistir con la primera si ésta no se aplica y administra correctamente.

De aquí que los promeseros de una paz duradera en Colombia a propósito de la pactos de La Habana no pueden engañarnos con los bondades que vendrán después del armisticio Estado-Farc. A ese mensaje desbordadamente optimista se le opone el caos institucional que vive nuestro maltrecho Estado social de derecho que pomposamente consagró el constituyente de 1991 en sus primigenios artículos de la Carta Política. Basta reflexionar sobre la genial y oportuna caricatura del famoso Vladdo de la revista Semana correspondiente al número 1793 de mediados de septiembre de 2016. Allí, en el espacio donde con inteligencia y buen humor irónico Vladdo pone a pensar al país sobre nuestra realidad, yace muerta la efigie de la justicia, a pesar de habérsele puesto en la caricatura el nombre de instituciones, y a su lado la balanza y la espada desligadas de la alegoría de aquella.

Hace mucho tiempo que las instituciones patrias, y en especial la justicia, se encuentran en las condiciones que las muestra el irreverente como sabio caricaturista. El cadáver insepulto de nuestras instituciones hace muchos años que expele un olor nauseabundo y fétido y quienes encarnan la majestad de ellas no han caído en la cuenta de nuestra horripilante situación. Dije en algunas columnas de hace semanas atrás que los entes que componen y conforman la justicia en sus diferentes modalidades se encuentran, no solo desprestigiados sino, y es lo peor, inoperantes y alejados de su verdadera misión otorgada por la Constitución. Fiscalía, procuraduría y justicia en sus instancias superiores viven el peor momento de la historia republicana colombiana. Múltiples fallos de unas y otras han sido declarados ilegales, injustos y arbitrarios por otras instancias.

Jamás un procurador agregó a sus funciones las de ejercer de fundamentalista religioso, persecutor político y defensor de su partido; nunca antes un juez investigador supremo (fiscal general de la nación), encargado de perseguir los delitos había incurrido en tantas conductas dignas de reproche penal y pocas veces en la historia la Suprema Corte había fallado con claros intereses personales y pasiones revanchistas como las de las últimas décadas.

Hace medio siglo el gran escritor Egon Eis se ocupó de lo que le ha ocurrido a la humanidad desde la época precristiana, desde el estado griego y el romano en los que los supuestos administradores de justicia condenaran infamemente a dos egregios inocentes: Sócrates y Cristo. Aquellos pueblos y aquellos jueces creyeron en su momento actuar en recta justicia. Los miles de años que han pasado demuestran que fueron sentencias ilegítimas, ilegales y contrarias a derecho.

Ocurrió otro tanto en Francia con la bella y joven Juana de Arco y aconteció algo similar en la cuna de las libertades con el juicio al supuesto espía Dreyfus que ocasionó el Yo acuso de Emilio Zolá, y ocurrió igual en Estado Unidos con el juicio despiadado e infame contra los migrantes italianos Zacco y Vanzetti, condena injusta. De España conocemos el famoso proceso o crimen de cuenca en el que se declaró responsable por un delito de homicidio de un campesino a otro aldeano y pudo establecerse que el supuesto interfecto gozaba de salud y había desaparecido de su lugar natal sin dar aviso a su familia.

Colombia, nuestra feudal y atrasada; Colombia, la que se precia de ser la democracia más sólida y añeja de América del Sur no podía quedar al margen de los episodios en los que la justicia, por diferentes intereses mezquinos y circunstancias varias, profiere sentencias contra inocentes. Se cuentan por centenares los casos y muchos de ellos proferidos por la presunta sabia Corte Suprema de Justicia.

Cinco décadas atrás en su libro Enigmas de los grandes procesos el citado autor Egon Eis condensó en el mismo las reflexiones que a continuación transcribo aplicables a la Alemania de Hitler, a la Italia de Mussolini, a la España de Franco, a la Cuba de Castro, a la Venezuela de Chávez y, por supuesto a la Colombia bipartidista, confesional y clerical de su historia republicana. Le cedo la palabra al connotado ensayista con la intención de crear alguna postura reflexiva en los administradores de justicia que a veces ocultan las verdaderas motivaciones de sus fallos, disfrazando sus providencias con una supuesta aureola de legalidad: “Complejo mecanismo es el de la justicia, cuando la justicia abstracta y fría se ve influenciada por un interés, por una pasión, por un designio preconcebido de romper el equilibrio de la balanza con el peso de un influjo externo y además conservando todas las apariencias de imparcialidad. Así, a la arbitrariedad se añade la burla sangrienta del engaño. La cosa no es nueva ni característica de una época, de un país, de un régimen determinado. En un momento dado, el autócrata de turno -el tirano, sea un hombre, un grupo, un estado de opinión o una sutil y compleja trampa dialéctica- en los ambientes más dispares, pero en todos los casos con un denominador común, la burla que en ellos se hace de la administración de justicia”.

Me estoy acordando de los condenados del proceso 8000, de la parapolítica, de los colaboradores del período presidencial de Uribe Vélez, de los perseguidos por varios fiscales generales, de los miles de funcionarios sancionados por los últimos procuradores de Colombia.

A los funcionarios públicos que así fallaron los exculpa Eis y los entiende este columnista, pues tal como lo concibió este investigador estos jueces no son más que “simples muñecos colocados por un fortuito azar en manos de fuerzas superiores a ellos. Carecen de personalidad para resistir a la presión, les obligaron a dictar un fallo injusto a todas luces o en todo caso dudoso. Sus nombres han quedado en la penumbra del olvido o en la sombra del desprecio”.