Tal vez miles de colombianos han admirado y recibido con regocijo la sentencia absolutoria proferida por la Suprema Corte de Justicia, Sala Penal, en favor del coronel Alfonso Plazas Vega y reconozcan en el fallo un acierto de la cúpula judicial colombiana y piensen que la decisión contribuye a mejorar la deteriorada imagen de los jueces, que anda por los suelos.
Me imagino también que algunos representantes de la jerarquía judicial se regocijan con la sentencia y piensan que han hecho justicia y su pundonor, pudor, ecuanimidad y sabiduría han quedado salvaguardados ante sus conciudadanos.
No soy de los que piensan así. Por el contrario, varios episodios vergonzosos alrededor de la providencia proferida al fenecer el año judicial dan para pensar a muchos, dentro de los que me cuento, que el proveído es oportunista, acomodaticio al momento histórico, político, interesado y, por sobretodo, producto de la justicia paralela que se dicta por parte de los medios de comunicación.
No es de extrañar lo acontecido frente a la casación que pregonada, festejada y promocionada por el mismísimo presidente del alto tribunal, pues así ha actuado en los últimos 30 años el cuerpo colegiado máximo de nuestra justicia criminal: son fallos políticos, producto de la presión mediática, los intereses de algunos gobernantes y la indecorosa como vergonzante intromisión de la embajada de los Estados Unidos, como lo reconoció públicamente en sus tardías confesiones el reyezuelo medieval que fungió como embajador en los tiempos del llamado proceso 8.000. Los procesos denominados de la parapolítica y los demás adelantados contra los componentes del sanedrín que rodeó en palacio al ex presidente Alvaro Uribe Vélez, no ha sido más que una repetición monótona del libreto de una supuesta justicia que no ha sido más que una burda parodia judicial y el más risible sainete del aparato jurisdiccional.
Perdida la sindéresis y la hermenéutica judiciales en el caciquismo de las altas cortes, las intrigas, las componendas y las trifulcas entre los órganos del ejecutivo, el legislativo y el judicial, los más célebres fallos de los últimos tiempos no han sido más que sombra pérfida de una supuesta juridicidad. Reverzasos de tesis jurídicas, ponencias de absoluciones, detenciones o condenas que coinciden con fechas electorales o elecciones presidenciales, invenciones de delitos de lesa humanidad, casaciones extrañas, han sido la brújula jurídica de las providencias de la fiscalía general, algunos tribunales de distrito y ante todo, de la Suprema Corte, en su sala más conocida y publicitada.
Antes el meridiano de la más rampante mediocridad pasaba por el hemiciclo del congreso, del palacio de San Carlos o la Casa de Nariño y era impensable que ella se pasara o al menos pudiera tocar las augustas salas del templo sagrado de la justicia. Hoy, la vulgaridad y la inmoralidad también constituyen la aureola que mancha y deslustra nuestra amada y antes respetadísima efigie de la justicia.
El año 2015 cerró el ciclo para nuestro aparato jurisdiccional con los más oprobiosos e indignantes actos emanados de sus más altísimos dignatarios que tienen la credibilidad y la respetabilidad de nuestra justicia en el más insondable abismo que jamás se le hubiera visto en toda su historia.
Las imágenes reproducidas por los telediarios de un megalómano y desafiante fiscal general de la nación condecorando a quien está en entredicho por unos contratos suscritos por el jefe del ente acusador poco avenidos con el régimen de la contratación pública; el presidente de la justicia, el máximo y representativo funcionario de los jueces de Colombia auto condecorado por colegas de otra corte y quien con arrogancia y en ejercicio de su enorme ego arrebató la medalla a quien se la iba a imponer; el presidente de la Sala Penal de la Corte llamando al coronel Alfonso Plazas Vega, para notificarle, vía teléfono móvil, de su absolución y la acusación ante el Senado del máximo regente del tribunal guardián de nuestra Constitución, no solo por indignidad sino por una vulgar coima solicitada, dicen absolutamente todo el lodo y baldón de agua sucia y putrefacta con la que se ha anegado y nublado la sacra imagen de la Diosa de la justicia.
Estos episodios anormales conmocionarían una nación decente, la nuestra ya ni se resiente ni se queja de sus males producidos por sus dignatarios conductores de la numerosa como ignorante plebe.
Posible es que algunos de los protagonistas de estos ruborizantes actos enseñen en facultades de derecho y prediquen a sus alumnos, oyentes o asistentes a estos eventos que los jueces solo están ceñidos al imperio de la ley, que solo hablan y se pronuncian por autos o sentencias y que estos se notifican por secretaría y jamás por aparatos electrónicos o medios de comunicación social. Esta clase de justicia nunca puede ser la base de la reconciliación o el posconflicto que nos espera con los acuerdos entre las Farc y el gobierno en La Habana.
Una justicia descarrilada, carente de credibilidad, respetabilidad, confiabilidad y prestigio solo incentiva y promueve la auto justicia, la justicia por propia mano y los grupos paramilitares que aun en pueblos y veredas suplantan a las autoridades civiles, militares y judiciales.
Razón asiste al grupo negociador de los insurgentes que desde la capital de Cuba piden una constituyente. Acertó desde hace mucho tiempo el doble colega (abogado y columnista), Ramiro Bejarano Guzmán, cuando ha clamado por un revolcón institucional de las cortes.
Se equivocan quienes piensan que en el Senado se va a juzgar a Jorge Pretelt Chaljub y la imagen de la Corte Constitucional. El juicio será, a no dudarlo, contra dignidad e imagen de nuestra justicia. Pretelt es el pretexto para un linchamiento moral y jurídico de nuestros jueces, como hace 20 años Samper Pizano lo fuera para los presidentes y ex presidentes de Colombia salpicados por el narcotráfico.
El escritor francés Jean de la Bruyere, que hace 4 siglos merodeó y cabildeó por las cortes, las conoció muy bien y de ellas dijo algo que es vigente en la Colombia actual: “Reina la mediocridad, las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la adulación y la intriga”.
Más contemporáneo a nosotros, el gran jurista italiano, Piero Calamandrei, escribió lo que puede aplicarse a nuestros magistrados actuales de las cortes: “Prostrato, para alcanzar la celebridad ascendió al templo de Diana Efesia y casi logró pasar a la historia. Puede haber pues magistrados tan sedientos de fama que estén dispuestos a derribar la jurisprudencia por tener el gusto de ver publicada en las revistas, con sus nombres, la sentencia revolucionaria?”
No es coincidencia es oportunismo judicial que cuando se legisla y acuerda un tratamiento simétrico para guerrilleros y militares que cometieron desafueros en el conflicto armado, la Corte Suprema, que casi nunca casa ninguna sentencia y siempre se aferra al más vetusto tecnicismo legal casacionista, decida absolver y dar para atrás con tesis fascistas sobre responsabilidad penal, ya tarde al coronel Plazas Vega.
Lo ocurrido me hace rememorar lo que sucedió en Costa Rica hace años con el poeta nicaragüense Rubén Darío, quien vivió un semestre en este país centroamericano. Confiados los periodistas de la buena imagen que el bardo se llevaba del país de los ticos, preguntaron casi al unísono al viajero que el país se aprestaba a dejar. Poeta, cómo definiría usted a Costa Rica? Y el gran creador del término “Juventud, divino tesoro”, respondió: “Costa Rica, país donde las flores no tienen olor, las frutas no tienen sabor, los hombres no tienen honor y las mujeres no tienen pudor”.
Usando la parodia, que espero me sea permitida, digo y escribo: Colombia: país donde nuestros gobernantes no tienen respetabilidad y sus magistrados no tienen dignidad.