En el cotidiano que hacer y en la búsqueda de medios de subsistencia poco tiempo nos queda para reflexionar cómo estamos viviendo los ciudadanos y habitantes del mundo en esta primera parte del siglo XXI. De tanto andar por la vida realizando conductas y actos meramente mecánicos no caemos en la cuenta de lo desordenado y descuadernado que anda este mundo del presente.
A juzgar por las nefastas noticias que a diario difunden los poderosos y potentes medios de comunicación y las llamadas redes sociales vamos perdiendo calidad de vida todos los habitantes del planeta en forma general y solo podemos pregonar que muy pocos viven una vida dichosa, serena, tranquila y sosegada.
Las ciudades de este tercer milenio albergan la mayor cantidad de habitantes de la tierra y los campos cada vez más se quedan desolados. Hemos creído que abandonando las zonas rurales y desplazándonos a convertirnos en habitantes citadinos estamos alcanzando niveles de progreso y mejoramiento de nuestras condiciones de vida. Las llamadas selvas de cemento en que se han convertido las populosas urbes mundiales en las que ciudades como México, Tokio, Nueva York, Madrid o Buenos Aires albergan millones de ciudadanos que las habitan.
Las gentes del mal llamado tercer mundo por cuanto ya son del quinto se ven obligadas a emigrar por millones al exterior y las antes apacibles y encantadoras ciudades que tradicionalmente han sido emblemáticas en cuanto al nivel de vida y confort van deteriorándose progresivamente en un lento e imperceptible deterioro que las va degradando notablemente.
Le elegante, refinada y hermosa capital del mundo, París, no es la misma en estos tiempos de principios del siglo vigésimo primero que la de los tiempos del presidente Charles de Gaulle.
La Roma aristocrática, elegante y culta, que fue escenario en los años cincuentas y sesentas de la película estrella del siglo pasado, La dolce vita, y cuya calle principal y más hermosa, símbolo del lujo y del refinamiento, La vía veneto, luce triste y decadente por estos días.
La ciudad luz, la bella villa lumiére o París, se ha visto invadida de centenares de miles de nacionales de las antiguas colonias francesas, principalmente de argelinos y del continente africano que aposentados en los barrios periféricos de la capital de Francia, dan al paisaje parisino un aire de palmaria decadencia.
Los concurridísimos y elegantísimos cafés, hoteles y restaurantes de las principales calles de la Roma de hace unas décadas han ido desapareciendo y los que quedan no tienen el encanto y carisma de los tiempos en que eran el espacio preferido de los monarcas y ricos desterrados que sirvieron de inspiración a varias películas norteamericanas y no pocas del gran cineasta italiano, Federico Fellini.
Los italianos de hoy pretenden vivir del recuerdo y las huellas que dejaron los filmes famosos como Vacaciones en Roma, Arrivederci Roma o las escenas en las que la sensual Anita Ekberg se bañó desnuda en la hermosa y mítica Fontana di Trevi.
El soñado y encantador Madrid al que le cantara el gran compositor mexicano, el veracruzano creador de famosas canciones, Agustín Lara, conocido con el nombre Chotis, poético tema musical donde el poeta musical elabora preciosas metáforas y románticas dedicatorias a su amada en la que promete alfombrar con flores su calle principal, La gran vía, va convirtiéndose cada día en una ciudad ya no repleta de excelentes teatros, sino megatiendas comerciales.
De la apacible y hermosa ciudad de Viena y del mundo aristocrático que la pobló hace medio siglo, que ha perdido su aire de refinamiento, se encargó de registrarlo el gran biografista y aristocrático escritor Stefan Zwieg antes de suicidarse en Brasil a causa de su dramático exilio en los tiempos de la segunda guerra mundial.
Del bello y refinado Buenos Aires afrancesado y europeizado como pocos centros urbanos de América que cedió a una decadente urbe de estos días, también se duele el excelso escritor argentino, Juan José Sebrelli.
La preciosa y encantadora Bogotá de otras décadas que devino caótica y un físico basurero en los días de gobierno de un incompetente alcalde capitalino y que alcanzó a percibir y denunciar el agradable escritor bogotano, Alfredo Iriarte, prueba el degradamiento de las principales ciudades del planeta.
Pero el deterioro y decadencia no es solo físico, también aporta la degradación urbanística a lo cultural, moral y espiritual. Casinos y burdeles ocupan hoy lo que antes fueron templos de la cultura como librerías o encantadores cafés y restaurantes. Las preciosas salas de cine, auténticas y acogedoras de una aura especialísima, son hoy concurridos centros comerciales de baratijas y mercancías de dudosa calidad.
En cuanto a la fórmula de vida de los habitantes de estas metrópolis basta decir que millones de empleados y vendedores ambulantes se han apoderado del espacio público que antes fueran calles, aceras y veredas donde los paseantes se distraían y gozaban de una tranquilidad casi cuasi pueblerina.
De la forma en que vivimos, trabajamos y nos divertimos en estas calendas de la década segunda del siglo XXI habré de comentar en las próximas columnas, basadas ellas en experiencias y vivencias personales del autor a principios del año 2016. Anticipo que el panorama que percibo en relación con esta temática no es para nada alentador ni halagüeño.