No pretendo demeritar el pequeño grupo de deportistas colombianos que acaban de ganar sendas medallas en los olímpicos de Río 2016.
Ufanos nos dicen los periodistas que ha sido la mejor participación de nuestro país en todas las olimpiadas en que han participado las delegaciones nuestras. Los gobernantes de turno, como de costumbre, acuden a felicitar a los galardonados, casi siempre de extracción humilde, y a prometerles casas, becas y otras incentivos que casi siempre quedan en meras promesas. Entre tanto, el pueblo jubiloso recibe en las ciudades y calles de Colombia a sus compatriotas que con esfuerzo, disciplina y dedicación lograron medallas olímpicas, homenaje merecido a quienes hacen del deporte su meta máxima en la vida.
Esto no tendría nada de raro sino fuera porque lo que aparentemente beneficia a una nación, puede a la vez resultar una victoria inocua o poco edificante para los jóvenes que siempre quieren imitar a sus ídolos y requieren modelos o paradigmas para hacer de ellos los referentes en sus vidas.
A lo largo de la historia los deportistas han sido objeto de idolatría cuando sus hazañas en sus especialidades los han llevado a saborear sus gestas deportivas. En algunas ramas del deporte es imposible que los campeones no reciban sus merecidos homenajes multitudinarios, especialmente cuando se trata de abnegados y sacrificados deportes como el ciclismo, el atletismo, el voleibol y el fútbol. Lo que pasa a ser preocupante para las naciones del orbe es que hagamos de esos triunfadores los modelos a imitar, pues son millones los que sueñan con la gloria y pocos los llamados a conquistarla.
Me llama profundamente la atención que en nuestro hemisferio y particularmente en Colombia, los triunfadores en los deportes individuales son casi siempre de estratos bajos de la población. Excepcionalmente, los ricos tienen hijos dedicados al deporte y que estos sobresalgan en ellos. De nuestros compatriotas que obtuvieron medallas, excepto Mariana Pajón, que es una dama cuyo padre es de clase media alta, sabemos que tuvieron una infancia y niñez de pobreza extrema y llena de precariedades materiales y de otro orden.
Más dignos de admirar son quienes casi lograron llegar al podio donde fueran orgullosamente consagrados como los mejores en sus disciplinas deportivas.
No está de más agregar que en deportes colectivos no somos generalmente sobresalientes los hispanoamericanos por un fenómeno que años atrás descubriera y expusiera públicamente el ex arquero de la selección española, el vasco Andoni Zubizarreta: porque los latinos y los españoles somos egoístas, envidiosos y poco solidarios.
Muchos campeonatos de fútbol profesional colombiano y no pocos partidos de nuestra selección patria se han frustrado debido al ego exagerado de algunos jugadores de equipos llamados grandes y del seleccionador. Pongo un ejemplo: buen jugador es Daniel Torres, actualmente destacado jugador de un club español, empero en el Santafe y en el Medellín, rendía cuando quería. Mi equipo favorito, el DIM, perdió la oportunidad de llegar a la final de la liga en diciembre de 2015, debido a la lucha de egos entre Torres y ese excelente jugador que es Cristian Marrugo, que cuando no tiene con quien competir demuestra que es un auténtico crack. Por su parte, Daniel se crece cuando viste la camiseta tricolor, lo que prueba que en deportes de grupo difícilmente podremos llegar a ser fuertes, pues cada uno quiere sobresalir por encima del otro, lo que puede ser válido cuando se hace también pensando en el beneficio de la escuadra más que en el interés propio de promocionarse.
Si hacemos una disección de las disciplinas en que Colombia se impuso en los Olímpicos no tenemos muchos motivos para estar felices. La gran atleta Katherine Ibargüen triunfó en su modalidad deportiva, muchísimo por su esfuerzo y dedicación, pero también debido a la configuración atlética y morfológica de los afrodescendientes, que indudablemente tienen una conformación muscular y ósea diferente y privilegiada a la raza mestiza blanca. La zancada que tenía el futbolista Aparecido Donisette de Oliveira, más conocido como Sapuca, es propia de su raza. Y ni qué decir de la zancada de Pelé o la gambeta del Tino Asprilla, propia de los de su raza y muy difícil de verse de otro deportista de otro color.
Respecto del deporte llamado de las narices chatas, sería mejor que no existiera. Así como la monarquía es un dinosaurio político y una vetusta forma de gobernar, el boxeo debería ser proscrito, es la incitación más grosera y vulgar a la violencia, es una actividad peligrosa e indigna de ser tenida como deporte. Quien lo dude es porque no conoce la historia del más grande boxeador de todos los tiempos, el indiscutible rey del boxeo mundial, Mohamed Alí, el más completo retador y técnico en el arte de los puños. Su vida fue una parábola que osciló entre la miseria y la gloria, la juventud exitosa y desafiante y su madurez triste muy enferma. Murió a causa posiblemente de haberse convertido en el león de los cuadriláteros. Sin embargo, fue el mismo Alí quien descubrió la esencia del boxeo: “Cuando veo dos esclavos en el ring al servicio de los empresarios peleando, pienso en las apuestas que estos hacen”, dijo cuando estaba en su pedestal de gran campeón mundial de pesos pesados.
Sobre el mérito de nuestro campeón de levantamiento de pesas, Oscar Figueroa, no quiero hacer comentarios que puedan herir susceptibilidades, me limitaré a decir que quienes se sientan orgullosos de la gesta del medallista olímpico, deben pensar que la fuerza muscular es menos importante que la mental: intelectual. De allí que más que el murmullo y la fiesta que armamos con los logros de los olímpicos, registrados con exceso en los medios de comunicación y las redes sociales, debemos reflexionar acerca de la importancia de otra actividades más importantes en nuestras vidas, una de ellas tan desprestigiada en nuestro país: la lectura. Este si sería un pasatiempo que como lo dice el intelectual bogotano Mauricio Rodríguez, puede conducir a Colombia a ser una sociedad sobresaliente. Los logros del deporte son efímeros y no hacen mejor a un pueblo.