¿Es justa la igualdad? ¿es buena la igualdad? O más difícil todavía ¿Es moralmente deseable la igualdad entre personas? Es razonable pensar que el que más dinero gane también pague más impuestos. Razonable sí, ¿pero es lo más justo? ¿Y Cuánto más de impuestos debe pagar una persona que gana 1.000 respecto a otra que gana 500? ¿Dónde trazamos la delgada línea roja del escudo social y la solidaridad de un estado que se precie, sin degenerar en un sistema asistencial, subsidiario y nocivo para la cadena de producción? En la búsqueda de un modelo óptimo están las maltrechas democracias.
Aquí entran en juego diversas fórmulas políticas en busca de la deseada prosperidad y cohesión de las sociedades. Pensar que todos somos iguales es demasiado naif para vivir en el año 2020. Creerse el discurso buenista de que todos debemos ser iguales es, no solo naif, sino ridículo. Yo no quiero ser igual que un ladrón o un terrorista, ni por supuesto tampoco quiero igual que un ignorante o un perezoso que espera que el Estado resuelva todos sus problemas. La igualdad no existe, al igual que la objetividad, son valores idílicos. De otro mundo. Creo que no es bueno que todos seamos iguales, las diferencias son necesarias y nos enriquecen. Nos motivan a mejorar e igualarnos por nuestro propio esfuerzo al que consideramos mejor. Ni ante la ley, que es lo único que debería regirnos en las mismas condiciones, somos iguales, por eso hay agravantes, atenuantes y eximentes según qué casos.
Por tanto, acabemos con el “mito de la igualdad”. La igualdad es un concepto teórico, una ensoñación irreal. Si trasladamos este falso dilema al plano puramente económico. No es justo que Lorenzo gane (y tenga) lo mismo que Santiago si Lorenzo hace las cosas mejor. Ni por supuesto es moral que si Santiago no quiere trabajar, desprecia un empleo o simplemente no siente motivación por mejorar en su vida, ingrese lo mismo que Lorenzo, que se rompe el lomo de sol a sol todos los días sacando adelante su empresa.
La desigualdad estructural
La desigualdad surge por varios motivos: porque hay gente más talentosa que otra, más trabajadora que otra, más ahorradora, más creativa o más empeñada en forjar su destino. También existe la desigualdad estructural, la de la cuna. La que condiciona (aunque no determina) el futuro de uno por el simple hecho de nacer en una familia u en otra. Esta es la única desigualdad en la que debe intervenir el estado para buscar la cohesión social. El obsoleto concepto de la ‘igualdad de oportunidades’ debe migrar a algo más real que retórico. A un ‘acceso a oportunidades’. El Estado debe poner las cartas en juego para que el mayor número de personas pueda jugar la partida, luego dependerá de la destreza o las ganas de cada jugador para subirse al tren. Increíblemente, hay muchos ‘santiagos’ que renuncian a ese tren por pereza, por falta de carácter o de inteligencia emocional.
La clave del asunto sobreviene cuando todo el problema social de la igualdad se limita únicamente en la ‘desigualdad estructural’. Y para combatirla se recurre a decisiones que castigan el talento, el emprendimiento o el esfuerzo para igualar a todos por debajo: los que quieren y los que no quieren hacer. Es obligación moral del Gobierno de turno el crear un ecosistema socioeconómico para que el hijo de una persona humilde pueda prosperar en la misma medida que el hijo de un rico pueda fracasar por sus propios actos en la vida. Es decir, herramientas para el triunfo del más desfavorecido y no piedras en el camino del que más tiene. Premiar el esfuerzo y el talento, venga de una cuna de oro o de una de madera. Las políticas igualitaristas son profundamente injustas e inmorales, y se prestan al caudillismo, porque además el sistema acaba degenerando en corrupción y en la compra de voluntades o votos.
Si despreciamos los factores endógenos, los que resultan de las propias decisiones de las personas con sus actos, estamos despreciando las responsabilidades individuales de las personas y sus libertades. Las reducimos a la nada, a lo que el mandatario de turno decida por ellos. Reitero ¿Por qué Santiago tiene que tener lo mismo que Lorenzo si Santiago no quiere hacer nada?
El motor de una economía
Los estados y las sociedades se sustentan sobre una estructura. Estructura que se financia con impuestos. Impuestos que se cobran a las empresas y a los trabajadores. Empresas que producen y generan beneficios; y trabajadores que desarrollan su actividad y, por supuesto, generan con su trabajo. Si eso se frena, el estado se muere, o mejor dicho, lo matan. El Covid-19 nos lo ha demostrado en pocos meses.
Es sencillo: si un estado ahoga a las empresas, se ahoga a sí mismo, peor aún, ahoga a sus ciudadanos. Las personas trabajamos motivadas por incentivos. El principal es el dinero, pero no el único. Si trabajamos 8 horas al día y obtenemos el mismo beneficio o similar que un perezoso por quedarse en casa, está claro que la mayoría de personas no trabajarán. Las empresas no seguirán produciendo y no habrá forma de sostener el empleo. Es un círculo vicioso del que no se sale. Y en este punto es donde debemos volver al dilema del escudo social o estado subsidiario. Los países que traspasan la línea roja, fracasan. Fracasan porque las empresas dejan de producir y la gente de trabajar, de crecer, para conformarse con el subsidio del estado. Pero el estado llega un día que no tiene de donde sacar porque no hay empresas a las que cobrar impuestos. Y todo se desploma.
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Por eso, queridos políticos. Impuestos sí, progresivos sí, justos sí; excesivos: no. No nos quiten el incentivo por construir, por generar riqueza. En lugar de meter la mano en la billetera de todos, recorten gastos innecesarios como hacemos todos en nuestras casas en época de crisis. De acuerdo que el estado tiene que pagar ‘la fiesta’, pero no subvencionar a los que no quieren trabajar a costa del esfuerzo de la mayoría trabajadora. Los perezosos, los que se victimizan y los aprovechados del sistema, incluido mucho parásito que vive de la política, que se paguen su propia fiesta.