Episodio VI de los Ismos que amenazan al mundo
El relativismo es la gasolina de la polarización política y social que te quiere robar la libertad. Es la justificación o demonización de corrupciones, delitos o violaciones flagrantes de los derechos humanos según quien sea el culpable, el pan nuestro de cada día.
¿Qué hace que el sexo no sea una violación? El consentimiento de las dos partes. ¿Qué hace que un trabajo no sea esclavitud? El consentimiento del trabajador a la oferta de una empresa. ¿Qué hace que una transacción no sea un robo? El consentimiento del que paga. Por tanto, no todo es relativo, los acuerdos sociales en base a convenciones éticas y morales son importantes. No caigamos en la trampa del “todo vale” porque yo lo pienso así.
Para el relativismo extremo no solo es imposible establecer verdades absolutas, sino que no se puede llegar a conocer con certeza ninguna verdad. Ésta sólo es válida según el contexto que le dé cada persona, depende de la subjetividad y de las circunstancias.
Y la historia nos ha enseñado que de ahí al totalitarismo hay un pequeño soplo en forma de líder carismático. Un relativista podría justificar el campo de concentración de Auschwitz, o las matanzas del mayor criminal de la historia: Mao Tse Tung. Si el mundo no se amolda a lo que tiene en su cabeza, ese mundo debe desaparecer para crear uno nuevo. Y el fin siempre justificará los medios.
Justificar lo injustificable
Por eso un ‘petrista incondicional’ buscará excusas peregrinas a los fajos de billetes en la famosa bolsa de basura de su amado líder, y para un ‘uribista purasangre’ las chuzadas están más que justificadas por un fin último, superior a la moral de un acto concreto poco ético… o incluso por encima de la ley. El relativismo en política lo que hace es buscar justificaciones a posiciones, otorgar poderes extraordinarios para llevar a cabo un objetivo que se antepone a cualquier cosa.
Con todo lo anterior, no se trata de abrir un debate sobre el relativismo. Protágoras, Descartes o Nietzsche ya aportaron lo suyo al pensamiento universal de una manera brillante. Y en el fondo todos somos un poco subjetivistas, no lo vamos a negar. Se trata más bien de establecer las normas del juego de la sociedad en la que vivimos, en nuestro caso los límites: el ordenamiento jurídico, la ley, con el objetivo de no caer en errores del pasado.
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El último gran éxito del relativismo moderno se originó en los ‘felices años 20’ y duró hasta la década de los 90’s. Un relativismo ideológico que se refugió en el comunismo y en el fascismo, y que alcanzó su punto culminante con la II Guerra mundial y la posterior división del mundo en dos bloques con la ‘Guerra Fría’. Tras la desaparición de la URSS, llegaron 20 años de bonanzas económicas y materialismo exacerbado, del que parece que ya nos aburrimos (todo nos aburre demasiado rápido). Empujados por la incertidumbre de la globalización, las crisis económicas y el cambio tecnológico, hoy más que nunca el relativismo es la mayor amenaza a la libertad.
El relativista político moderno tiene forma de populista que pretender construir una realidad mediante ingeniería social: el adoctrinamiento, la manipulación y el autoritarismo disfrazado de democracia. Su justificación es el mandato del pueblo, que todo lo puede. Todo ‘para y por’ el pueblo… pero sin el pueblo, obviamente.
Manipulación como medio hacia el fin
Decía Lenin, que “solo transformando radicalmente la enseñanza, la organización y la educación de la juventud conseguiremos que el resultado de los esfuerzos de la joven generación sea la creación de una sociedad que no se parezca a la antigua”. Y no sé que piensen, pero me suena mucho a lo que estamos viviendo en estos últimos años.
Uno de los efectos que vemos en el día a día de la política relativista es la normalización de la mentira. Mentir con descaro y disimular impávido es una virtud bien extendida en la clase dirigente. El efecto es devastador: contamina y pervierte el debate de las ideas y desprestigia las instituciones, haciéndonos creer que el único camino posible es a través de un nuevo orden. Los políticos ya no hablan para el pueblo, hablan para sus votantes, que dejaron de ser personas para convertirse en productos de marketing. Un colectivo gris alienado con el mensaje único de su líder.
La primera semilla del relativismo es la desconfianza; la segunda, el odio. Cada vez se tolera menos el discurso del otro y ya no se discute sobre ciertos temas por miedo físico o de rechazo grupal. Los políticos mediocres que gobiernan el mundo no es que no puedan dar con la solución a los problemas cotidianos de la gente, es que ellos son parte fundamental del problema y constantemente nos despistan con cortinas de humo para que no les rindamos cuentas.
No son buenos tiempos para la libertad. Y menos para la verdad, que está sobrevalorada. Y ese es el fin mismo del relativismo político del totalitario, imponer SU verdad como único camino. Así, el peligro del quebranto de las libertades y del principio representativo de la democracia tiene mucho que ver con el retorno del relativismo, representado desde el nacionalismo extremo hasta la nueva izquierda globalista y populista.
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