Confidencial Colombia. La tradicional, aunque cada vez más desprestigiada revista ‘Time’, tituló en su portada hace una semana: “2020, el peor año de la historia”. Una afirmación, cuanto menos sorprendente. Bien es cierto y por ser justos que posteriormente matizaron su exceso y advirtieron que se referían a la historia reciente, la historia que hemos vivido las últimas tres generaciones. ‘Time’, en un ejercicio de cortoplacismo impropio, obviaba a millones de personas con vida que sufrieron la II Guerra Mundial, y a otros muchos cientos de miles, aún vivos hoy también, que hicieron lo propio en la Primera Gran Guerra; olvidaba el ‘crack’ del 29 en Wall Street, la Revolución rusa, la de Mao; o la tan temida gripe española de 1918 (que por cierto no surgió en España), y que se cobró la vida de entre 50 y 100 millones de personas en los años posteriores. Por supuesto ni hablemos de las grandes epidemias de peste, cólera o tifus en la Edad Media que arrasaban con ciudades enteras. Lamento que la realidad, esta vez sí, le estropee un bonito titular, editor de ‘Time’.
Esta anécdota periodística, sin embargo, me lleva a reflexionar un poco más en profundidad sobre la desmemoria selectiva, la frivolidad en el uso del lenguaje, el cortoplacismo, la hipocresía de los colectivos, la falta de interés por conocer la historia o la verdad en general. Todos estos grandes males que azotan a las nuevas generaciones. Lo más triste es que la mayoría de personas que lean el mencionado artículo, especialmente los de la ‘generación de cristal’, creerán realmente que 2020 fue el peor año de la historia, sin reflexionar mucho más sobre el tema. Por pésimo, incierto o desesperante que haya sido 2020, cosa que estamos casi todos de acuerdo, no es ni de lejos, el peor de la historia en términos objetivos.
La nueva ‘generación de cristal’ se caracteriza por mirarse el ombligo por encima de todo, incluso por encima de las razón. Para estas nuevas generaciones no existe un antes de las redes sociales o música anterior al reguetón. El mundo gira en torno a Facebook, Instagram, TikTok y el más inquieto intelectualmente hace comentarios políticos en Twitter. Un integrante de la generación del ‘ombliguismo’ igual te cuenta su depresión desde su confortable casa por no poder salir de fiesta con los amigos, al mismo tiempo que cuelga 50 fotos en su perfil social con su iPhone 12 último modelo. Acomodados, inconformistas, ansiosos, inseguros y emocionalmente frágiles como el cristal.
Falsa moralidad
Y me pregunto ¿Cómo los que nacimos el siglo pasado pudimos tener una infancia feliz sin juguetes eco-bio-sostenibles, sin comer quinoa tres veces a la semana, o sin preguntarnos a todas horas sobre el ‘aplastamiento moral del heteropatriarcado sobre nuestras vidas’… pues posiblemente por eso mismo, porque no nos preocupábamos de tantas bobadas superficiales y, por supuesto, porque éramos mucho más libres en todos los sentidos. Claro que ‘sufríamos’ las modas, pero no éramos tan esclavos de ellas, ni del postureo obligado de quedar bien o estar ‘ideal’ en los perfiles de las redes las 24 horas del día. Las letras de las canciones, los guiones de cine, el arte… o las relaciones sociales en general eran mucho más naturales y espontáneas. Menos postizas. No se coartaba la creatividad y mucho menos la libertad por el qué dirán o la falsa moral.
Esta nueva ‘generación de cristal’, fauna cibernética, envuelve a toda la sociedad en un manto de infantilismo, ni siquiera aplica sólo a los jóvenes. Es un manto oportunamente proporcionado por los poderes, que deben pensar que es mejor tapar la realidad, hacer ver a la gente que vive en un mundo feliz, el famoso mundo de idiotas. Sin dedicar demasiado tiempo a pensar a cambio de un presunto facilismo para alcanzar objetivos. Siempre es más cómodo victimizarse que romper esquemas y superar las adversidades. El problema es cuando los propios gobernantes prefieren ciudadanos victimizados a emprendedores. Las mayores dificultades en la vida de muchos que lloran por las redes se limitan al universo de sus pantallas y, como mucho, a qué les llega al plato de comida sobre una mesa. Cómo llegue esa comida a ese plato y a esa mesa es ya una inquietud que tampoco les genera mucho interés.
Ni racismo ni homofobia ni machismo
Hubo un tiempo no muy lejano en el que ser racista, homófobo o extremista tenía relación directa con los hechos y los actos. Es decir. El racista lo era porque esclavizaba, asesinaba, discriminaba, insultaba o violentaba a otra persona por su condición de raza. El homófobo excluía, agredía o se mofaba cruel o abiertamente de un homosexual, y los machistas menospreciaban a las mujeres, a las que consideraban personas de segunda categoría y con menos derechos, únicamente por no tener un par de testículos.
En este mundo frágil donde prevalece el postureo sobre la verdad esto ya no es así. Ahora se considera un escándalo mundial racista llamar “negro” a un millonario deportista de raza negra durante un partido de la Champions League. Ahora son homófobos o machistas las personas que reclaman igualdad para todos los seres humanos, sin importar su condición sexual o género. Igualdad, no privilegios de unos sobre otros con fines rupturistas, y que habitualmente están alimentados por organizaciones subvencionadas. Organizaciones, por supuesto, de las que viven muchas personas afines al poderoso y que trabajan más bien poco.
Pues no, no llevan razón. Y por tanto sean valientes: rebélense. No acepten que les llamen totalitarios, xenófobos o machistas por no arrodillarse ante la ola de falso buenismo vacuo. No caigan en la trampa del exceso del lenguaje inclusivo o las cuotas injustas. Sean libres y firmes contra los totalitarios de las modas.
¿Con esto digo que no haya racistas, homófobos o machistas? claro que no, por supuesto que los hay, pero muchos menos de los que señalan los intransigentes del pensamiento único. Su principal objetivo es dominar a ciudadanía creando colectivos fácilmente domesticables para posteriormente anular las personalidades individuales de los que se dejen.
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Volviendo al tema de la Champions League, victimizarse como hizo Pierre Webó, segundo técnico del Istambul Basaksehir el pasado martes, en lugar de confrontar la situación de conflicto siempre es más rentable para el supuestamente más débil o el acomplejado. Pero también es un buen reflejo del mundo en el que vivimos. El umbral de las ofensas se ha rebajado tanto en la escala de los ofendidos que ha traído como resultado exactamente una ‘generación de cristal’, incapaz de afrontar mínimas dificultades o frustraciones en el día a día. Una sociedad de una hipersensibilidad y una susceptibilidad desmedida ante cualquier confrontación de ideas que de verdad sería irrisoria sino fuera tan patética.
Racismos selectivos
La NBA, tan sensible a estos temas cuando quiere, sufrió un incidente sorprendente hace unos meses. Montrezl Harrell, de los Ángeles Clippers, le gritó a Luka Doncic, esloveno y de raza blanca de los Mavericks, ‘puto chico blanco’. Pues bien, el partido no se suspendió, ningún periódico abrió al día siguiente con ese incidente y a Harrell no se le sancionó deportivamente. Mejor dicho, no pasó nada. Doncic tampoco se victimizó e hizo lo que sabe hacer, y muy bien: meter canastas. La imagen de Harrell no se estigmatizó en todos los medios como sí se ha hecho con el cuarto árbitro rumano que llamó negro a Webó.
Esto me lleva a concluir que esta polémica no es una guerra abierta contra el racismo, ni la búsqueda de un mundo mejor… No, no se trata de eso. Más bien es una moda de imagen que sí busca una imposición cultural y una superioridad moral de unos colectivos sobre otros. Desconozco los motivos del por qué pasa.
Empecemos a llamar a las cosas por su nombre. Racismo es rechazar a una persona de otra raza por el hecho diferencial del color de la piel u otros aspectos culturales, no es llamar negro a un negro, blanco a un blanco, indio a un indio o pelirrojo irlandés a un pelirrojo irlandés. Y más en las canchas de fútbol, donde toda la vida se han dicho de todo los deportistas. Machismo es agredir o menospreciar a una madre, o a una hija, o una mujer cualquiera por su género, no es hacer un chiste sobre las diferencias fisiológicas entre hombres y mujeres. Un chiste es un chiste, no sean idiotas. Dejen de victimizarse, y sobre todo, dejen de alimentar a la sociedad de personas autocompadecidas.
Uno es responsable de sus palabras, no el foco del resentimiento oculto o los complejos del que mal interpreta. Si rebajamos tanto los umbrales de la sana discusión al lenguaje y la forma en la que nos relacionamos, le estamos haciendo un flaco favor a los casos reales de violencia machista o actos xenófobos, confundiendo fuegos artificiales con balas de verdad. Ataques que existen y que todos debemos combatir.
El agujero negro intelectual al que hemos llegado es tan grande que para una parte importante de esta ‘generación de cristal’, acomodada desde la cuna, los movimientos totalitarios como el populismo es sinónimo de progreso o de igualdad… y mientras frivolizan sobre la libertad, de la que siempre han gozado por fortuna.
Termino con esta frase de Mark Twain: “es más fácil engañar a la gente, que convencerles de que han sido engañados”. Desde luego, los poderosos intentan manipularnos continuamente a través de los medios de comunicación o de las redes sociales. La ‘generación de cristal’ aún se traga todos los cuentos porque para ellos el ayer no existe, el pasado y el futuro les preocupan bastante poco. Mucho me temo que dentro de unos años, la mayoría se bajará de muchos discursos postmodernos que nos presentan como verdades absolutas e irrebatibles. Modas pasajeras en el fondo.