La lista de ecosistemas que han sido perjudicados por las guerras sería interminable, pero la historia no se olvida de los millones de toneladas de Agente Naranja, un poderoso defoliante tóxico, que se vertieron en las selvas tropicales durante la Guerra de Vietnam. Aún hoy, 50 años después, muchas tierras siguen siendo estériles y la población aún experimenta secuelas.
Durante los 20 años de conflicto en Camboya, que transcurrieron entre 1978-1999, se destruyó más de un tercio de los bosques y la fauna autóctonos. Entre 1977 y 1992 la guerra en la que estuvo sumido Mozambique fue responsable de la desaparición del 90% de los animales que vivían en el Parque Nacional de Gorongosa, en manos de los cazadores furtivos que los vendían para financiar la compra de armas, municiones, medios logísticos etc.
En Europa, durante el conflicto de Kosovo que aconteció en 1999 se realizaron bombardeos masivos de laboratorios petroquímicos ocasionando la dispersión de químicos altamente cancerígenos. La mayoría de los conflictos contemporáneos han experimentado este tipo de daños y ni hablemos de los destrozos medioambientales de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales.
La terrible ‘guerra de trincheras’ de 1914 a 1918 y la devastación que crearon las dos bombas nucleares que los EEUU soltaron sobre Japón, costó la vida a cientos de miles de personas, entre soldados y civiles, pero además acabó con ecosistemas enteros y la radiación remanente de las bombas causó estragos, que aun en día pueden verificarse.
Armas y derechos
Todas las armas son peligrosas, pero muchas tienen efectos altamente nocivos para el medio ambiente. Un buen ejemplo de ello son las municiones de uranio empobrecido, destinadas a perforar capas de blindaje, que se vaporizan al impactar en el objetivo y dejan partículas nucleares como residuos, que pueden tener nefastas y letales consecuencias en la salud humana y en el entorno.
El derecho internacional basado en el respeto por los Derechos Humanos veta por completo el uso del medio ambiente como arma, por lo que está prohibido envenenar corrientes fluviales pozos y/o acuíferos, destruir los recursos naturales recurrir a técnicas de modificación de los ecosistemas que puedan alterar el equilibrio natural de una región.
Varios principios legales respaldan estos límites, en particular el de la prohibición de que, con fines militares y/o para conseguir el debilitamiento del rival se ocasionen males o sufrimientos innecesarios, algo que está previsto en el derecho internacional humanitario, según reza el art. 35 del Protocolo Adicional 1 a los Convenios de Ginebra. Una prohibición que también abarca todos aquellos medios y métodos de lucha que dañen grave y extensamente al medio ambiente.
Ni minas ni bombas de racimo
En 1997, se firmó el tratado que prohibía terminantemente las minas antipersona, lo que marcó el fin de una de las peores etapas de contaminación provocada por conflictos armados. Aun así, quedan cientos de kilómetros de tierras sembradas con decenas de millones de artefactos sin explotar, muchas de las cuales aún están activas, razón por la cual hay muchas zonas en el mundo a las que no se puede acceder por este motivo.
En 2010, la Convención de Oslo prohibió las bombas de racimo (muchas de las cuales se fabricaron en España) amparados bajo los mismos principios de las minas antipersona, puesto que no distinguen entre combatientes y no combatientes y generan un alto índice de contaminación medioambiental. Sin embargo, estas armas continúan usándose en conflictos recientes y actuales.