El presupuesto general de la Nación, siempre desfinanciado, se caracteriza por su déficit estructural, dado que mientras el gasto, que tiene una inflexibilidad que supera el 80%, ronda el 19% del PIB los ingresos corrientes de la Nación (ICN) a duras penas llegan al 15%. El margen de maniobra del Gobierno es limitadísimo, tanto más en cuanto que el Congreso de la República, a guisa de ejemplo aprobó entre 2003 y 2019 1.224 leyes, como producto de la inflación legislativa, de las cuales 566 tienen impacto fiscal, con un gasto recurrente de $23 billones (¡!).
Las partidas correspondientes a las transferencias del Sistema General de Participaciones (SGP), la correspondiente al rubro de lo que debe girársele a COLPENSIONES y al Fondo Nacional de prestaciones sociales del magisterio y el servicio de la deuda absorben muy buena parte del Presupuesto. Es muy diciente que el servicio de la deuda, con el 22.3% del presupuesto aforado para el año entrante en $350 billones, supera ampliamente el rubro de inversión, el cual participa con el 17.8%. En la medida que estas son obligaciones ineludibles e inaplazables que la Nación debe honrar año a año y el aumento inercial de un 4% anual de los gastos de funcionamiento, lo único flexible en el presupuesto es la inversión y por ello mismo es la que al final resulta sacrificada.
Ello es supremamente preocupante porque Colombia pide a gritos más inversión, sobre todo en bienes públicos, particularmente en infraestructura, para mejorar su competitividad, lastrada como está a consecuencia del gran rezago que acusa, como lo delatan los informes periódicos del Foro Económico Mundial (FEM) y del Consejo privado de competitividad. Bien dijo el premio Nobel de economía Paul Krugman que la productividad no lo es todo en materia de competitividad, pero que a largo plazo lo es casi todo. Y precisamente, como lo sostiene ANIF, “la pérdida de crecimiento potencial del 4% – 4.5% hacia el 3% – 3.5% ha estado relacionada con contracciones promedio de la productividad de los factores (PTF) a ritmos del – 0.5% anual durante 2015 – 2018”.
Huelga decir que mientras la economía no crezca por encima del 3.5%, como no lo ha hecho desde 2015, no sólo no genera empleos sino que lo destruye y ello explica que después de haber alcanzado una tasa de desempleo de un solo dígito, desde 2019, antes de la pandemia, volvimos a los dos dígitos. Y claro, al aumentar el desempleo se afecta el ingreso y ello repercute en el índice de pobreza, el cual después de bajar durante 7 años desde el 48.8% en 2012 al 34.7% en 2018, a partir del 2019 se revirtió dicha tendencia. El año anterior, a consecuencia de la crisis pandémica tuvimos una recesión económica que se tradujo en un decrecimiento del PIB del – 6.8% y con ella se exacerbaron el desempleo y la pobreza, alcanzando niveles históricos de 15.9% y 42.5%, respectivamente. Dicho de otra manera, Colombia retrocedió el año pasado una década. Esta ha sido nuestra década perdida!
Como secuelas de la crisis pandémica, además de ampliarse y profundizarse la brecha social se puso de manifiesto otra brecha no menos irritante e impactante como lo es la digital. En Colombia, según ANDESCO, para mediados de 2019 la cobertura de internet era del 52% en las áreas urbanas y de un ínfimo 7% en las zonas rurales, convirtiéndose la falta de acceso al mismo en una barrera, insalvable en muchos casos, para la implementación de la virtualidad en el sistema educativo, especialmente en la periferia del país, acentuando de paso la disparidad de la educación privada y pública, en desmedro de esta última. Ello me ha llevado a plantear la necesidad de añadir a los 17 objetivos del desarrollo sostenible (ODS) de las Naciones Unidas el cierre de la brecha digital como el 18º objetivo a nivel global.
Recientemente se aprobó la Ley 2108 de 2021, la cual declara el internet como servicio público de carácter esencial, con miras a alcanzar la cobertura universal. Este es un paso afirmativo en la dirección correcta. Ojalá no se repita la historia de la Ley eléctrica 143 de 1994, que fijó un plazo de 20 años para alcanzar la cobertura universal y casi 30 años después 400 mil hogares en Colombia carecen de este otro servicio también esencial. Se impone en uno y otro caso un compromiso que trascienda los cuatrienios presidenciales, que cuente con una estrategia, con un plan de acción y desde luego con la apropiación de los recursos indispensables para tan buenos propósitos no se queden escritos como letra muerta en el papel, que puede con todo.