La adhesión de las Tecnologías de la Información y la comunicación (TICs) en la vida diaria del ser humano, supondría que el total de 5.19 billones de usuarios de teléfonos inteligentes; de 4.54 billones de personas con acceso a internet, y de 3.8 billones de consumidores de redes sociales, hayan modificado sus relaciones y procesos de aprendizaje. Fundamentalmente de jóvenes computarizados que, en efecto, han dejado la lectura de libros y escritura a mano (no virtual), por la navegación a través de internet.
Sumado a la evasión de tildes y signos de puntuación, y al uso de ortografía del computador, las nuevas generaciones se están acostumbrando a la práctica incorrecta del lenguaje. Los muchachos han caído en el letargo de lo visual y, sin ir más allá, no leen textos impresos. De hecho, prefieren no leer. No investigan, ni gestionan; no se comunican, ni interactúan con otros físicamente. No porque las condiciones de la pandemia lo impidan, sino porque privilegian las acciones individuales con cero riesgo de confrontación, duda o reflexión. Un estudio sobre los Jóvenes en el mundo virtual, de la Fundación Mapfre del año 2018, reveló para 1.401 jóvenes entrevistados de 14 a 24 años, que el 90% de éstos, utilizan internet para buscar, descargar y/o escuchar música. Un 86% para buscar páginas de diversión y un 70% para juegos online. Cifras donde la interacción con el otro y la retroalimentación del sentido, quedan prácticamente por fuera. De ahí que la participación en foros destaquen sólo un 23%, sin lugar alguno para la creación de contenidos, la disertación o el debate.
En este sentido, podríamos decir que la pasividad que acompaña a un cibernauta joven, le ha quitado su capacidad de buscar, de preguntar y de moverse. Dependientes de la información en web, su espacio de confort apenas le permite utilizar unas coordenadas para desplazarse y ubicarse siempre, en el mismo lugar. Así, la virtualidad podría correr con el riesgo de convertir a nuestros estudiantes en seres unidimensionales, poco recursivos, más bien tímidos y hasta perezosos, asidos de redes y de plataformas pero muy poco, de tejido social. Hiperconectados con los hechos de la información en línea, pero desconectados de la comunidad. En este contexto, Byung –Chul Han (Seúl 1959) habla de la desaparición de la comunidad gracias a la hipercomunicación. De cómo las redes sociales acaban con la dimensión social, aumentando la soledad y el aislamiento; privilegiando el ego como centro y fin de cualquier punto de referencia. Pero más que “hipercomunicación”, aludo a un chorro de información constantemente recibida, y de mensajes reciclados por todos los medios que a diario se replican y difunden audiovisual y digitalmente, sin ningún proceso dialogante. Sin esa relación recíproca capaz de re-crear las costumbres, el ocio, los sentimientos y por qué no, la incertidumbre. Un chorro de información que no enseña y que discurre rápidamente sin importar su veracidad, o intención de tocar al otro; de comunicar.
Del latín communicare, la comunicación significa “compartir algo y ponerlo en común”. Pero ese “común”, trasciende lo coyuntural, incluso, lo circunstancial, cuando el acuerdo entre los hablantes construye para ambos y las palabras, más que un simple intercambio de ideas y del deseo por conquistar al otro; actúan corresponsablemente. En el proceso bidireccional de la comunicación, el acuerdo implícito de “Ser” cada uno, lleva a la reafirmación de nuestra identidad y confirmación de nuestros valores. Y para las voces sin historia, exentos de la realidad que indicamos (sencillamente porque dentro de la institucionalidad social no se reconocen); la comunicación será una práctica de participación y congregación; de reglas solidarias, capaz de incluir al otro; de servir y de aportar para el bien común. En síntesis, privilegiadamente digitalizados, la comunicación debería vincularnos más y comprometernos haciendo útil el conocimiento: investigando la realidad de nuestros territorios, confrontando las necesidades de sus habitantes, compartiendo habilidades, generando redes de apoyo, gestionando para quienes nos necesiten. Pudiera ser ésta una forma de involucrarnos y de hacer partícipes del mundo físico, a los jóvenes y a los adultos que, virtualmente, viven desde la pantalla. Pudiera ser una oportunidad para estrechar nuestras relaciones y comentar con ellos, lo visto, pero también, lo aprehendido. Quién sabe, si incluso, lográramos motivar la lectura y superar el promedio de 2.9 libros que los colombianos leen por año. Y por qué no, generar nuevos contenidos, con mayores enfoques, diálogo y toma de decisiones en foros que destaquen más que ese 23% de sus opiniones.
*Directora de Desarrollo Social – Fundación PAIS XXI (PAIS21)