Hollman Morris no ve una contradicción en su salto a la política nacional; es el candidato número cinco de la lista abierta de Fuerza Ciudadana, un partido naciente que ha generado mucha expectativa en el Caribe colombiano y en Bogotá. “Hoy el que hace política tratando de cambiar la corrupción, para cambiar la política misma, es un héroe. Es quijotesco hacer política con las uñas, sin medios y aguantándote hasta los escupitajos en la calle; te toca insistir en que nunca has tenido gobierno y que no eres Uribe (ni uribista)”. Para Morris, la pobreza y la desigualdad en Colombia son temas que requieren de un compromiso político inmediato y de acciones urgentes.
La oficina de Hollman Morris está llena de los premios que ganó en su carrera periodística. Varios premios Simón Bolívar, una beca especial en Harvard para defensores destacados de derechos humanos, el Premio Internacional de Derechos Humanos de Nuremberg y el Human Rights Annual Defender Award concedido por Amnistía Internacional. También uno de los más destacados como lo era el Premio Cemex-FNPI de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (hoy premio Gabo) que le dejó una foto en la que sale abrazando al Nobel que estaba de pie, en la mitad del jurado. Yo ya conocía a Gabo-recuerda Morris. “En México estuve con él en un taller de periodismo al que se asomaba Kapuściński, con el que terminamos en la Plaza Garibaldi. A veces pasaba Monsiváis”.
“Sin embargo, el más importante de los premios es este” dice Hollman y enseña una carta enmarcada en una pared de su oficina, que es de su hijo menor cuando tenía nueve años. En el brazo izquierdo un tatuaje en letra pequeña dice: Felipe, hijo, te amo.
“Le debo el tatuaje a mi hija en el brazo izquierdo”, remata.
Dos veces me tocó exiliarme, dice Hollman al ser preguntado por esa época. Su primera hija nació en el exilio catalán en medio de un fuerte invierno que siempre lo llevaba a añorar el clima de Colombia. Dos veces fue extranjero, dos veces volvió.
Hollman Morris en Cotravía
El 22 de octubre del 97 los paramilitares ingresaron a El Aro, un corregimiento antioqueño que, como varios, se hizo conocido después de que la guerra lo pusiera en el mapa. El saldo fue de 17 muertos y un pueblo arrasado cuyas imágenes, en las que se podían ver las casitas quemadas, acabadas, pertenecen hoy a ese telar extraño y multiforme que llaman memoria colectiva. Al mes de la masacre, Hollman Morris llegaba a la zona a pesar del miedo, o gracias a él: el miedo a no quedarle mal a las miles, millones, de victimas que ha dejado la guerra en Colombia. Y la historia se repetía, y las masacres iban y venían: El salado, Nueva Venecia, San Jose de Apartadó. Y Hollman Morris, igual que en El Aro, llegaba a pesar de las advertencias y las amenazas.
El cabezote del programa era un contrapunteo entre las fotografías de conflicto de Jesus Abad Colorado y una canción de Aterciopelados. Se llamaba Contravía y lo emitían en un horario nocturno (demasiado nocturno) con una recomendación básica de prudencia para los televidentes. Un joven Morris aparecía entonces, con una actitud joven y reflexiva, indagando a fondo en algunos de los dramas más fuertes de las últimas décadas en el país: el asesinato de Jaime Garzon, las “escuelas” de descuartizamiento de los paramilitares, los hornos crematorios que usaban para volver humo invisible a sus víctimas.
Dos veces me tocó exiliarme, dice Hollman al ser preguntado por esa época. Su primera hija nació en el exilio catalán en medio de un fuerte invierno que siempre lo llevaba a añorar el clima de Colombia. Dos veces fue extranjero, dos veces volvió.