Este viaje comenzó años atrás cuando me paseaba por las fotos de Erwin Kraus tomadas en 1941, cuando retrató las paredes glaciares del Nevado del Huila o Ñxanz Wila para el pueblo originario Nasa, en el suroccidente colombiano. A mis 14 años no sabía que miraba las chimeneas y laberintos helados por donde me aventuraría años después, buscando la cumbre norte de la cuarta montaña más alta de Colombia. Sería también en las meditaciones sensibles de Kraus, donde podría encontrar muchas de las primeras instancias por las cuales yo estaría indagando en mi propia manera de escalar montañas y principios para hacerlo.
El grupo de montañistas liderado por dos experimentados escaladores del Nevado del Tolima, otro de los colosos fríos de los Andes Colombianos, nos habían citado en la ciudad de Cali para tomar camino a través de los asentamientos que nos aproximarían a las faldas del Nevado del Huila, en el corazón de la comunidad Nasa. Todos íbamos con un mismo objetivo, una cima de más de 5000 msnm, pero subiríamos de formas emocional y mentalmente diferentes, lo que se demostraría al regresar a las realidades independientes en las que cada uno vivía, pues si algo me ha sido claro, es que la realidad de un montañista es la montaña, el mundo de abajo, es la disyuntiva a la que debemos responder, por las hazañas en las alturas.
En este instante, mientras repaso a través de estas palabras aquellas horas caminando bajo el sol caleño, ordenando los últimos preparativos antes de iniciar el ascenso hacia el Huila y esperar al resto del equipo de expedicionarios que terminarán de arrimar a la ciudad, me es imposible no pensar en la compleja y difícil situación que vive la ciudad de Cali hoy en día. Tras el estallido del Paro Nacional el 28 de abril, Cali y los municipios aledaños, han sido la sede de las mayores atrocidades contra manifestantes y la población civil, por parte de la violencia estatal perpetrada por la fuerza policial. Violencia que veríamos ejemplificada de otras maneras en nuestra expedición, al adentrarnos en territorios olvidados y excluidos por el Estado colombiano, pues la sensación colectiva a medida que subíamos hacia el pie de monte del nevado, era el de ingresar en otro país, uno movido con otros lenguajes, otras dinámicas y donde las firmes miradas de sus habitantes nos recordaban constantemente que éramos forasteros.
El consentimiento que pedimos a la comunidad Nasa para escalar su montaña sagrada, se sintió como una necesidad que iba más allá, pues más de un grupo y autoridad de la zona, estarían al tanto de nuestra presencia, de nuestros objetivos, de quién nos acompañaría y del tiempo que pasaríamos en el interior del territorio, que, en su mayor extensión, hacia parte del Resguardo Indígena Huila, no obstante, de ser parte del Parque Nacional Natural Nevado del Huila. Desde el instante en que fuimos recogidos por una camioneta, en un pueblo a dos horas de Cali, estuvimos a la voluntad y la suerte de una parte del país que poco entendíamos, poco podíamos dimensionar y que más allá, como montañistas, tampoco podíamos ser ajenos a sus problemáticas.
Aquel encuentro con esta otra realidad de mi país, me hizo recordar, bajo un contexto un tanto diferente, cuando dos años atrás fotografiando la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán, en el extremo oriental de Colombia, conversaba con los funcionarios del Parque Nacional Natural, sobre alguna calentura política, que no preciso ahora en la memoria, y en un momento, uno de ellos interrumpió el dialogo para decir: “Bueno, no hablemos más que no sabemos quién nos está escuchando”. Para mi entonces ingenuidad, pensaba que en aquellos parajes paramunos, solo águilas y frailejones eran testigos de nuestras palabras. No puedo pensar entonces diferente al volver a sentir las miradas extrañas de este otro país en el que me aventuraba ahora soñando con las cumbres blancas, que me han acechado desde la infancia.
Tanto en El Cocuy como en el Huila, dos extremos diferentes del territorio nacional, alejados de la capital, habitados por comunidades campesinas y por resguardos indígenas, demuestran con gran evidencia la centralización del modelo político colombiano, pensado para las grandes ciudades, los centros económicos y, desamparando y dejando a su propia suerte, a las habitantes que viven en las regiones periféricas, sin invertir el recurso público en el desarrollo y permitiendo fortalecer sus propuestas de vida.
Estos pensamientos retumbarían en mi mente a medida que subía por las selvas embejucadas y superhúmedas que preceden a los páramos, igualmente húmedos, nebulosos, extraños, con lodazales que suben hasta la cadera, en las estribaciones del Nevado del Huila uno de los glaciares más dinámicos y solemnes de los Andes colombianos. La hermosura del paisaje ratificó la necesidad de pensar de forma integral los destinos que con tanto afán sentía palpitar en mis fantasías. Incluso la soledad profunda y la lejanía de una montaña como el Huila, fortalecía en mí esa decisión de no ser ajeno, ausente y cómodo al concebir los territorios.
Como montañistas las expediciones hacia los lugares en los que nos sentimos realizados como parte del mundo, nos deberían hacer más conscientes de las múltiples realidades que exploramos. Las montañas no son solamente accidentes geológicos en una geografía independiente de las decisiones humanas. Nuestra influencia como viajeros que estamos en contante contacto con la ruralidad, que hacemos de sus habitantes nuestros amigos y cómplices para soñar la vida, para un aprendizaje conjunto y recíproco, no puede hacernos superficiales e indolentes al querer solo satisfacer nuestro ego de conquistar una cumbre de tantos metros sobre el nivel del mar, desafiando un templo sagrado, como si la montaña fuera un contrincante a quien vencer.
Entre muchas de las enseñanzas que me dejó el Nevado del Huila, que más allá de su ferocidad y la implacable potencia de la naturaleza en su expresión más salvaje, fue la rudeza y dualidad de mi país. Cada vez, al adentrarme en lo recóndito, hacia el corazón de las realidades colombianas, entiendo lo distante que son los proyectos que desde las ciudades imponen y que chocan al encuentro con ese mundo surgido desde la resistencia obligada.
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