Cae la noche mientras converso con un buen amigo, editor de medios. Temprano en un breve compartir con periodistas, hablo con jefas de redacción de periódicos locales a quienes aprecio y a las cuales reconozco su empecinamiento en mantener circulando, a todo evento, los diarios a los que han dedicado años de vida.
Inevitablemente abordamos la ya larga confrontación entre gobierno y oposición; lapidarios coinciden en similar apreciación: ʺesto se enfrióʺ lo que no discuto porque las muestras son demasiadas.
Mientras millones huyen –el pasado 21 de Mayo, Liz Throsell, portavoz de ACNUR, aseguro que 3.7 millones de venezolanos han abandonado el país mientras que en el marco de la 49 Asamblea General de la OEA, el coordinador de la crisis de migrantes venezolanos cifró el éxodo en 4 millones, agregando que después de la siria es la migración más grande en la historia reciente de la humanidad– una extraña normalidad se extiende por Venezuela. Y es extraña porque a la quejadera generalizada por los precios de locura, sueldos que no alcanzan, caóticos servicios públicos, pacientes muriendo de mengua, delincuentes campeando por doquier y tanto más resumido en la criollísima frase ʺla vaina está arrechaʺ no sucede mucho.
Las horas de cola por gasolina, que por cierto misteriosamente desaparecieron como disminuyeron los apagones, son de tertulia, la escasez de gas doméstico oportunidad para conocer un pana que te consigue una bombona por un par de verdes, las cada vez menos perreras que circulan ocasión para que ʺse lo recuesten a unaʺ cuenta entre risas la señora que trabaja en casa, los amaneceres en la puerta de los bancos en procura de efectivo buenos para jugar un truquito. En las licoreras siguen echándose palos y los chamos que quedan continúan rumbeando.
Disminuye la asistencia a distintas actividades que con fe de cruzados dirigentes y activistas, que no han salido corriendo con el primer petardo, se empeñan en realizar y dejo constancia que no estoy criticando a nadie porque resolvió trocar el mundo real por el virtual, y la indiferencia es la paga por tomar riesgos para que el común viva mejor.
ʺ¿Y será que no nos van ayudar de afuera a salir de esto?ʺ me preguntan una y otra vez. Cuando estoy de buenas doy una larga explicación de porqué no vendrán y menos los gringos, Irán, Corea del Norte, México y Siria están delante de nosotros en su lista de prioridades a atender y ni siquiera para la primera han mostrado disposición de mover sus tropas. Perdón, miento, el propio Trump reconoció que ordenó un ataque sobre bases iraníes pero que 10 minutos antes que cayesen las bombas lo detuvo porque un general le informó que se producirían un centenar de muertes. Cuando estoy de malas ahorro en palabras: ʺNo, no van a venir. ¿Porque razón van a venir a sacarnos la pata del charco cuando la gran mayoría hoy se limita a hablar pendejadas?ʺ
¿De quien es la responsabilidad del estado de inercia al cual parece caemos? ¿De los países aliados? ¿De los que han muerto en la calle o ʺbajo custodia del Estadoʺ, término usado tras el deceso de Alban y ahora con el capitán Acosta Arévalo? ¿De los que están presos? ¿De los parlamentarios que padecen diaria persecución incluida la mediática de algunos puros que disparan mientras defecan en sus pocetas? ¿De los que están echándole frente a la pasividad colectiva?
A lo mejor me gano unos plomazos pero nadie me saca de la cabeza que lo que aquí sucede es producto más que de la maldad del régimen –que es malo en su más amplia concepción- de la comodidad de millones que están esperando que otros resuelvan.
A mi compadre Rafael Caldera le oí una vez, aunque creo no de su autoría, ʺlos pueblos tienen los gobiernos que se merecenʺ. Vamos a ver si nos disponemos para merecernos uno mejorcito.