Estuve haciendo una lista mental sobre qué podría ser sujeto de compra en el día sin IVA. Empecé por los electrodomésticos. Cada día me parecía que uno de estos aparatos tenía una nueva versión de sí, y que debería ser actualizado, pero pasaban las horas y me encontraba pensando que ese aparato y yo, hemos visto muchas cosas juntos y que tal vez hacerle pasar al olvido sería injusto.
Pero no crean que la cosa pasó tan rápido, estuve días en esto, tal vez semanas. Le proponía a mi esposa que, en vez de cambiar el equipo de sonido, mejor actualizáramos la nevera. No, no, mejor el televisor o el computador, que tal comprar el robot aspirador o una silla masajeadora… ella no me decía mayor cosa. Con los años uno va entendiendo que la pareja desarrolla, por pura sobrevivencia, la habilidad de reservar sus respuestas para el momento en que el absurdo supere a la ficción. Dejé los electrodomésticos y pasé por el mobiliario, luego por la vajilla, que ahora que lo pienso no era un capricho de día sin IVA sino más bien el único momento de lucidez que tuve, porque la hemos ya extinguido, cada plato o vaso que tomamos nos mira con angustia, en estos tres meses la mayoría de sus amigos han desaparecido en todo tipo de accidentes caseros.
Repasé casi toda la casa, los colchones, algunos espejos para los baños, muebles para guardar los trapos, implementos de cocina, un par de lámparas, tapetes, ropa, todo. La lista, supongo que por la relevancia que tuvo en mis prioridades, nunca llegó al papel y, por ende, el famoso día sin IVA, pasó como llegó. Dejé ir el 19% de algo que seguramente he podido actualizar o comprar, pero que nunca sabré con certeza qué era, un 19% de algo que estaría conmigo para recordarme el montón de plata ahorrada, justo en el momento más oportuno de mi vida. Sin duda un hito que les habría podido contar a los novios de mis hijas “sí ve ese barbecue, lo compré baratísimo… y me ha salido buenísimo, ya tiene 10 años y como nuevo, pero lo mejor, regalado.”
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Esa tarde, poco después, sucedió algo fantástico. En redes sociales vi fotos y videos que me devolvieron el ánimo, gente haciendo eternas filas para ahorrarse el 19% de algo que probablemente no querían, no necesitaban o no tenían que actualizar. La situación se repetía en todas las ciudades. Partamos del hecho de que detesto hacer filas, entonces ahora pasé a tener más de un 19% de felicidad. Después pensé en lo obvio, si esa era la hilera para entrar cómo sería la fila para pagar, y ahí ya mi estado emocional subió exponencialmente, calculo yo, a un 55%.
Finalmente llegó el momento clave de toda está mágica visión. En las imágenes reconocía yo la capacidad de estupidez que hace que la masa realice actos de descontrol en medio de las circunstancias más impensables. Muchas personas carecían del más mínimo respeto por su autocuidado y el de los demás. Adiós tapabocas, chao caretas protectoras, ni hablar de guantes, la famosa y mal llamada “distancia social” inexistente, más bien parecía una fiesta “rave” clandestina, donde todos se hacen bien juntitos, las luces no terminan de iluminar bien el espacio y el sudor es parte de pasarla bien. Claramente ya hoy, no es lo mío. Podría haber amargado la fiesta y haberme enfrascado en discusiones sin sentido por decir cosas como: “señor: por favor no me empuje,” “estimada señora: podría alejarse y soltarme el brazo,” “joven: distancia, distancia!”
Hoy descubro que soy feliz, que hacía tiempo, no recuerdo cuanto, no sentía tanta felicidad, un 100% de alegría. No hice filas, no gasté en algo innecesario, mantuve los más altos estándares de bioseguridad, no le amargué a nadie su fiesta pública de compras innecesarias. Pero justo ahora, escribiendo está columna, llega esa tristeza que funciona a la inversa del dicho “después de la tormenta, llega la calma.” Mi esposa, que había guardado silencio por días, me dice, pasando por mi lado como si fuera lo más normal: “bueno, para el próximo día sin IVA, puedes comprar por Internet.”
@AlfonsoCastrCid | Managing Partner – KREAB Colombia
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