Iniciamos el año, y las cifras de asesinatos de líderes, lideresas y firmantes del acuerdo de paz, los secuestros, las extorsiones, el reclutamiento de menores, las víctimas de minas antipersonal, entre otras infracciones al Derecho Internacional Humanitario y actos de violencia armada, siguen enlutando los corazones de personas, familias y comunidades, lo que debería concitar, la indignación nacional para que los actores políticos armados y los grupos de delincuencia común, suspendan toda práctica hostil contra la población civil, decidiéndose a abandonar la confrontación armada; igualmente, los responsables estatales de proteger a la ciudadanía, deben redoblar esfuerzos y capacidades concertadas interinstitucionalmente y con organizaciones sociales, que hagan posible recuperar o garantizar la vida y la permanencia en el territorio.
Si bien es cierto, los ceses al fuego bilaterales, como elementos generadores de mejores condiciones para adelantar diálogos entre el gobierno nacional y los grupos armados, no eliminan todos los actos violentos que se desarrollan en una confrontación armada, como la que padecemos en Colombia, tampoco deberían ser utilizados por los actores armados comprometidos, para incrementar su capacidad bélica, copar territorios nuevos, o perseguir a las comunidades, y a los líderes y lideresas que trabajan o no por la paz. El cese al fuego debe ir incrementado sus niveles de prohibición de actos violentos, que excluyan a la comunidad y que disminuya las muertes de civiles y de combatientes, de lo contrario, su razón fundamental pierde sustento y respaldo popular.
El asesinato, las amenazas, el desplazamiento de personas que ejercen algún tipo de liderazgo social, político, económico o comunitario, y que no están involucrados en la confrontación armada, las masacres, el confinamiento, el constreñimiento político y social, buscan fundamentalmente causar un profundo daño a la sociedad y a sus organizaciones, rompiendo o debilitando el tejido social, y eliminando la estructura orgánica que la población ha desarrollado durante decenas de años y que se convierte, en razón de estas acciones y amenazas externas, en el escudo de defensa de la cultura, las tradiciones y los conocimientos ancestrales. Una sociedad que naturaliza, que permite, por acción o indiferencia, que los liderazgos sociales y comunitarios tradicionales sean exterminados, estará condenada, tarde o temprano, a perder la base democrática que le da sustento a sus estructuras administrativas, políticas y judiciales nacionales y territoriales, dejando a merced de la iniciativa delincuencial, el control social, económico y político, profundizando la crisis de pobreza, exclusión, inequidad e impunidad.
Profundo daño a la sociedad y a la democracia, hacen aquellas personas que dirigen instituciones que les corresponde velar por la justicia y perseguir a la delincuencia, como lo que ocurre con la Fiscalía General de la Nación, cuya cabeza principal, en lugar de generar un robusto programa para superar los altos índices de impunidad, perseguir a los autores intelectuales de los asesinatos, masacres, extorsiones, secuestros y corrupción, dedica toda su fortaleza a otros temas no misionales, en un afán propagandístico personal y de proselitismo politiquero, dejando en total indefensión a las comunidades y sus liderazgos. No es por ahí que se le devuelve a la institucionalidad estatal, el respaldo y la legitimidad que requiere por parte de la sociedad. La sociedad, las comunidades y las organizaciones esperan con ansiedad que esta entidad cumpla con su mandato constitucional y se dedique a superar la impunidad, y a fortalecer las garantías a la vida, la honra y los bienes de todas y todos.
El proceso de paz avanza, es cierto, y la confrontación entre los bandos armados enfrentados disminuye, ahorrando la pérdida de vidas humanas de combatientes; sin embargo, en algunas regiones del país, estos beneficios no se hacen evidentes, por cuanto, las hostilidades en algunos casos aumentan, en otros se mantienen o no disminuyen, a la velocidad que se requiere para salvar vidas y también para generar la confianza necesaria que haga posible la participación informada en el proceso de paz, lo que demuestra que, hoy más que nunca, se requiere una mayor movilización social organizada, que le envíe un mensaje claro y contundente a quienes persisten en causar daño a la población, para que, independientemente de si están o no involucrados en las mesas de diálogo para la paz, sientan que las mayorías hemos decidido, transitar pacíficamente hacia una sociedad democrática, justa, equitativa, respetuosa de los derechos humanos, la vida y la diversidad, en donde los fusiles solo sean garantías de soberanía nacional y de defensa de la vida y la dignidad.
No podemos esperar a que todas las causas que sirven de sustento a los discursos que legitiman la lucha armada, estén solucionadas para comenzar a construir una sociedad pacífica, debemos comprometernos en un gran Acuerdo Nacional que envuelva a todas la expresiones de la sociedad en la transformación real de estas; tampoco podemos obviar la búsqueda de acuerdos con quienes se han alzado en armas, para que las soluciones progresivas a dichas causas, queden contempladas en un acuerdo de paz que cuente con el respaldo de las grandes mayorías, y que en virtud de esto, se elaboren los planes y proyectos necesarios, se destinen los recursos necesarios a corto, mediano y largo plazo, y se realicen los cambios políticos que hagan posible una democracia fuerte e incluyente, capaz de superar los fenómenos de corrupción que le roban la esperanza a la juventud.
La sociedad no puede desfallecer, es nuestra obligación salir a defender la vida y la paz, a manifestar nuestro rechazo a todas las formas de violencia armada que nos afectan. Los y las negociadoras, de todas las delegaciones, seguramente, como se ha evidenciado, están concentrados buscando, construyendo y logrando acuerdos, según las agendas previamente definidas, pero a la sociedad en general, mujeres, hombres y no binarios, comerciantes, pueblos étnicos, empleados y trabajadores, jóvenes, estudiantes, artistas, profesionales, mineros, pescadores y campesinos, población LGBTIQ+, periodistas, comunales, población con discapacidad, entre otras expresiones, le corresponde rodearlos con la movilización, exigirles compromisos y resultados en defensa de la vida, y avances en la construcción de la paz. Que los beneficios de la Paz se sientan en cada rincón del país, que las trasformaciones beneficien con más celeridad a las personas tradicionalmente excluidas y empobrecida, que el respeto a la vida y la dignidad no tenga color político o diferencias económicas.
El 2024 debe marcar con la movilización, la participación y la acción social, el fin de la violencia armada, la profundización de la democracia, el fin de la corrupción, la construcción de equidad y el goce pleno de los derechos humanos. No podemos retroceder, aceleremos el tren de la verdad, la justicia y la reparación integral a las víctimas del conflicto armado. Que nadie pierda la esperanza, vamos por la paz con justicia social y ambiental, que beneficie a todas y todos, apoyando e involucrándonos en la implementación del acuerdo logrado con las FARC-Ep. La noviolencia, la seguridad, los valores cívicos y democráticos, los deberes y derechos deben marcar el horizonte de la convivencia en las ciudades y veredas, para que la vida sea el centro sobre el cual orbite la gobernabilidad local. Que la existencia de todas y todos sea respetada, que cesen los asesinatos, las masacres, los secuestros, el reclutamiento forzado, la violencia contra las mujeres, y toda acción que atente contra la dignidad.
Encuentre aquí más columnas de opinión de Luis Emil Sanabria.