La política colombiana acaba de presenciar un fenómeno atípico, cuando Abelardo de la Espriella, abogado mediático y ahora aspirante presidencial, logró llenar el Movistar Arena de Bogotá con más de quince mil asistentes. Como un verdadero Super Show internacional soportado en un estadio repleto, luces, pantallas, discursos, comediantes y figuras internacionales dieron forma a lo que muchos llaman el rugido del “Tigre”, aunque su espectáculo político fue, sin duda, una demostración de capacidad de convocatoria, también se evidenció una muestra de los nuevos tiempos marcados por la política-espectáculo, los evangelizadores, los influenciadores y los creadores de contenido que reemplazan los mítines tradicionales por escenarios de show y narrativa emocional.
Lo sucedido en Bogotá confirma que la era digital transformó la política, como ocurrió con Rodolfo Hernández en 2022, hoy la reputación en redes puede valer más que una sede de partido o un aval. Pero la historia reciente también enseña que ningún candidato en Colombia ha llegado a la Casa de Nariño solo con seguidores y entusiasmo. Rodolfo casi lo logra, pero únicamente fue viable cuando los viejos operadores políticos —Roy Barreras y Armando Benedetti— convirtieron su campaña en una coalición de unidad, sumando partidos, caciques regionales y financiadores de siempre, pero esa es la paradoja del outsider: para ganar debe pactar con aquello que promete derrotar.
Abelardo de la Espriella se enfrenta a ese mismo dilema, al afirmar en su discurso que llenó el Movistar Arena sin buses ni tamales, pero nos preguntamos cómo piensa llenar las urnas sin listas, sin testigos electorales, sin coordinadores regionales. Así como quiénes serán sus gobernadores, alcaldes y congresistas aliados y si tiene estructura territorial en departamentos clave como Antioquia, Atlántico, Santander o Valle. De qué manera planea competir en los más de mil cien municipios donde el poder local sigue controlado por maquinarias tradicionales que no se conmueven con hashtags ni discursos patrióticos, sino que requieren soluciones reales más allá del realismo mágico retorico y los trasnochados trinos de X del actual mandatario.
También surge el interrogante de la financiación, con respecto a cómo sostendrá una campaña presidencial nacional sin respaldo partidista ni recursos de colectividad. Está dispuesto a transparentar públicamente los aportes y donantes que financian su movimiento Defensores de la Patria y qué mecanismos usará para garantizar independencia sin caer en alianzas económicas cuestionables que comprometan su discurso ético.
En materia de alianzas, la pregunta es si realmente cree posible unir a la derecha y al centro-derecha sin Uribe, sin Vargas Lleras, sin César Gaviria, sin clanes políticos regionales?, igualmente nos quedaría la duda si participaría en una consulta buscando la unidad de la amplia centro derecha si eso implicara ceder protagonismo en favor de una candidatura unificada. Con qué líderes regionales ha conversado para construir una coalición y si ha explorado acercamientos con movimientos cristianos, empresariales o exmandatarios locales?.
Aunque su narrativa discursiva es muy cosmética, vaga y simbólica al apelar a la defensa de la patria, la familia y el orden en forma etérea, pero que no traduce eso en políticas públicas concretas, nos preguntamos cómo convencería a un votante urbano o rural que no se identifica con la ultra derecha pero sí desea un cambio frente al gobierno Petro. Cuál es su postura frente a temas sensibles como la transición energética, los derechos indígenas, el diálogo social o la reforma agraria, cuestiones que definen la gobernabilidad en territorios hoy marcados por la desigualdad y la desconfianza.
Aun suponiendo que llegara al poder, surge otra pregunta inevitable: cómo garantizaría gobernabilidad en un Congreso dominado por partidos tradicionales. Su proyecto está preparado para convivir con fuerzas adversas o su visión es más rupturista y qué diferencia su liderazgo del populismo autoritario que ya ha demostrado su estruendoso fracaso en otros países de la región.
Es decir, preguntas y más preguntas nos deja la puesta en escena de Abelardo en su evento capitalino de lanzamiento –para recolección de firmas–, en la medida que pareciera ser un éxito emocional, pero cómo transformará esa emoción en una estructura de voto real. Qué lo hace pensar que el voto joven y urbano, que en 2022 fue mayoritariamente petrista, podría migrar hacia su proyecto. Y si Uribe, Vargas Lleras, Gaviria y otros, logran unificarse en torno a un solo candidato, se uniría a ellos o mantendría su aspiración independiente. Qué cree que representa mejor la nueva derecha, usted o un uribismo renovado con figuras como Paloma Valencia o Miguel Uribe. En conclusión, Abelardo está dispuesto a ser el outsider que fracture la derecha o el articulador que la reconstruya.
Responder a estas preguntas no es un trámite mediático: es la prueba de fuego para un candidato que quiere desafiar las reglas sin tener una estructura propia. En Colombia ningún proyecto presidencial ha triunfado sin maquinaria, sin alianzas o sin una red territorial que garantice votos y control de mesas. La épica del estadio es un comienzo, pero la política real se juega en las regiones, en las asambleas, concejos y en los pactos subterfugios que todavía deciden el poder.
De la Espriella encarna un fenómeno de nuestra época donde el político influencer pretende sustituir la militancia por la viralidad y el discurso por el espectáculo. Pero el riesgo es claro: el ecosistema digital de burbujas emociona, pero no reemplaza el territorio político hostil. Y aunque este sea el momento mediático de los creadores de opinión, el poder sigue residiendo en las maquinarias que saben contar votos y administrar lealtades. Si Abelardo no logra convertir seguidores en estructura y fervor en organización, su rugido podría quedarse sin eco, en esta selva de alianzas politiqueras, él todavía busca su manada, su selva y sus presas de caza.
Luis Fernando Ulloa
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