El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay es un hecho profundamente doloroso que conmociona a Colombia. A él, a su familia y a su equipo de trabajo, toda mi solidaridad. La violencia política, en cualquiera de sus formas y venga de donde venga, debe ser rechazada sin ambigüedades. Atentar contra la vida de una persona por sus ideas o por el lugar que ocupa en el debate público es atentar contra la democracia misma. Este episodio, como tantos otros en nuestra historia, nos recuerda que el país necesita un acuerdo sobre lo fundamental: respetar la vida y la humanidad del otro. En una nación herida por la violencia, donde aún pesan los ecos del conflicto armado, del exterminio político y de la persecución ideológica, es urgente renovar ese pacto ético mínimo.
Sin embargo, no podemos permitir que este hecho doloroso sea instrumentalizado como un comodín para agendas electorales ni como excusa para profundizar la polarización. Es inadmisible acusar al presidente de la República de estar detrás de este atentado, sin pruebas, sin hechos, solo con la intención de incendiar al país. Las voces que hoy culpan al gobierno, sin sustento, son las mismas que desde hace meses vienen atizando un discurso de odio y desconocimiento institucional que solo empeora el clima social y político.
Colombia conoce muy bien la violencia política. No es un fenómeno nuevo ni aislado. La historia de la Unión Patriótica es una herida abierta: más de 6.000 asesinatos sistemáticos, entre ellos alcaldes, concejales, congresistas y líderes sociales, producto de un genocidio político planificado para eliminar una esperanza de paz. Afirmar, como lo hizo recientemente el senador Humberto de la Calle, que ese exterminio fue responsabilidad de la «delincuencia común» es una tergiversación de la historia y una negación de la verdad que merecen las víctimas.
Tampoco podemos olvidar que desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016 han sido asesinados más de 1.600 líderes sociales y cerca de 400 excombatientes. La violencia no distingue ideología. Por eso, el verdadero símbolo de unidad nacional debe ser la defensa de la vida de todos y todas, sin distinción política o partidaria. Ninguna persona debería morir por sus ideas. Esa es la base de una democracia real.
Llama la atención que muchas de las voces que hoy piden desescalar el lenguaje y “bajar la temperatura” sean las mismas que han promovido el desconocimiento del presidente Gustavo Petro como jefe de Estado, alimentando el ambiente de deslegitimación institucional. Reconocer al presidente no es una concesión: es un principio básico de convivencia democrática. No se construye paz llamando al caos ni se garantiza la seguridad incendiando el debate público con mentiras y estigmas.
Tampoco se puede usar este hecho para deslegitimar el deseo legítimo del pueblo colombiano de expresarse en una consulta popular por sus derechos y su dignidad. Colombia necesita más democracia, no menos. Y en un país donde el Congreso ha bloqueado durante dos años las reformas sociales, permitirle al pueblo hablar no debería ser motivo de miedo ni de manipulación.
Hoy más que nunca, la democracia necesita defensores sinceros, que rechacen la violencia venga de donde venga, que respeten la diferencia y que entiendan que el cuidado de la vida no puede ser selectivo. Ese debería ser nuestro acuerdo nacional. Porque sin vida, no hay democracia. Y sin democracia, no hay nación que valga la pena ser vivida.
Por eso, esta campaña electoral no puede convertirse en una competencia de miedos ni en una estrategia de terror emocional. Lo que Colombia necesita es un debate de ideas, propuestas y posibilidades reales de convivencia pacífica. Cerrar el conflicto social y político que arrastramos como país debería ser un pacto compartido, respetado y cuidado por todos los sectores. En medio de las múltiples crisis que enfrentamos, ese acuerdo por la vida, la paz y la democracia debe ser el pilar ético que nos guíe como sociedad. No hay causa más urgente ni símbolo más poderoso de un país que quiere un futuro distinto.

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