En Bogotá, el acceso al agua se ha convertido en un privilegio, no en un derecho. A un año del racionamiento, es momento de preguntarnos con seriedad: ¿para quién está pensada la política de agua de esta administración? ¿Para los hogares, o para los privados que de manera silenciosa no tuvieron medidas de racionamiento y además tuvieron tarifas ridículas y, de paso, financian campañas políticas?
El alcalde Galán salió a celebrar supuestos buenos hábitos de consumo y el heroísmo ciudadano, mientras las familias del sur de Bogotá pasaban hasta dos días sin agua. En barrios como Villa Diana en Usme o Candelaria La Nueva en Ciudad Bolívar, el racionamiento fue constante, extenso y muchas veces mal coordinado. Hubo baja presión, mala calidad del agua y facturas más caras. El mensaje fue claro: el sacrificio lo asumieron los mismos de siempre. Pero lo que no se ha dicho lo suficiente —y aquí está la verdadera afrenta— es que mientras las familias ahorraban 46.5 millones de metros cúbicos de agua, las empresas privadas contaban con 5.7 millones de metros cúbicos concesionados a un precio de risa: apenas 258 millones de pesos al año. Si pagaran siquiera la tarifa del estrato 1, el Distrito debería recaudar más de 6 mil millones. En cambio, los concesionarios pagan apenas el 4,3% de lo justo. ¿Quién subsidia a quién?
Las cifras hablan solas: 64 concesiones de aguas subterráneas activas en 12 localidades, con Suba y Usaquén acaparando más del 50%. De estas, casi la mitad son para uso industrial. Es decir, mientras en el sur se madruga a recoger agua con baldes, en el norte las industrias llenan tanques sin restricción alguna. Y para rematar, el seguimiento que hace la Secretaría de Ambiente depende en gran parte de la buena fe del privado: reportes trimestrales y visitas mensuales que parecen más protocolo que control real.
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¿Sabía usted que el agua para llenar una piscina olímpica le cuesta al estrato 1 más de 2.6 millones de pesos, mientras a los concesionarios les cuesta 70 mil pesos? No es una exageración. Es un modelo injusto, ineficiente y profundamente inequitativo, que favorece a los de siempre. Y sí, varios de esos privados beneficiarios de concesiones generosas han financiado campañas políticas de esta administración y de sus aliados en el Concejo. ¿Casualidad?
Pero lo más escandaloso de este entramado de privilegios es el círculo vicioso de poder que sostienen. Empresas como Pat Primo, Postobón y Bavaria no solo acceden a concesiones millonarias, también son grandes financiadoras de campañas políticas en años electorales. En 2023, estas tres empresas desembolsaron más de $4.400 millones de pesos para financiar partidos como el Nuevo Liberalismo, la Alianza Verde, Cambio Radical y el Centro Democrático, así como la coalición «Bogotá Segura para la Gente», que llevó al poder a Carlos Fernando Galán. Aunque en Colombia la financiación privada no es ilegal, el problema de fondo es que estas donaciones no son gratuitas: son inversiones para mantener a flote un modelo que les garantiza agua barata, poder político y cero restricciones en tiempos de crisis. Mientras tanto, las familias de los barrios populares cargan con la factura, el racionamiento y la baja presión. ¿A quién sirve realmente el agua de Bogotá?
Es urgente repensar el modelo de gestión del agua en Bogotá. No podemos seguir naturalizando la idea de que las crisis deben ser resueltas con sacrificios ciudadanos, mientras los grandes usuarios industriales operan al margen, blindados por concesiones a precio de huevo. La ciudad necesita una política hídrica que ponga la vida, la equidad y la sostenibilidad por encima de los favores políticos y los intereses privados. Porque el agua es un bien común. Y mientras algunos la convierten en negocio, muchas familias bogotanas apenas alcanzan a abrir la llave.
Quena Ribadeneira

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