América Latina, un satélite a la deriva (I)

Jaime-Acosta-Puertas
Jaime Acosta

Como nunca antes desde que se acabó el periodo de las dictaduras, la región ha estado tan desintegrada como ahora. El desarrollo económico y social latinoamericano ha tenido esporádicos y fugaces abanderados de distintas corrientes políticas e ideológicas que no han logrado convertirse en proyectos nacionales duraderos, por eso, los sueños de hacer de éste subcontinente el mundo del futuro, desaparecieron hace cinco décadas cuando empezaron a emerger las entonces subdesarrolladas economías asiáticas.

Asia es ahora un continente de naciones avanzadas o emergentes, será el poder del mundo antes del 2050, mientras tanto, América Latina se perpetúa como espacio de atraso, inequidad e inestabilidad, con excepción de unas pocas economías emergentes nacientes, como Chile y Uruguay, la mejoría relativa de Ecuador, Perú y Bolivia, y de unos cuantos espacios subnacionales en distintos países. 

Brasil, el gigante que hace pocos años tuvo liderazgo internacional, ahora se comporta como uno más de la periferia de Estados Unidos, sin entender que éste ya no es el hegemón del mundo, y antes de la mitad del siglo será uno de los dos, de los tres, de los cuatros o de los cinco centros del poder mundial, según desde donde se mire: la economía, la política, el poder militar, el desarrollo tecnológico, o el medio ambiente.

Sin embargo, aprendiendo de la experiencia de la Unión Europea, América Latina ha intentado distintos procesos de integración. Unos como mecanismos de estudio y de orientación para el desarrollo, como la CEPAL y algunos más, y otros como instancias intergubernamentales pero no supranacionales de integración, por eso ni el Mercado Común del Sur –Mercosur-, constituido por Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay; ni la Comunidad Andina de Naciones -CAN-, conformada por Bolivia, Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú, se lograron consolidar como bloques hacia un desarrollo avanzado. Tampoco la Comunidad de Estados del Caribe ni el Sistema de Integración Centroamericana, SICA. La vieja integración del siglo XX solo sobrevive.

En este siglo surgieron nuevos procesos: la Unasur, liderado por Brasil pero con más exposición de la Venezuela de Chávez; la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), y el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América con el fin de impulsar el mal llamado socialismo del siglo XXI). De esto, poco o nada queda.

Surgieron luego la Alianza del Pacífico, por iniciativa de México, Colombia, Perú y Chile, para contraponerse a la Unasur, hacer contrapeso al Mercosur y tener presencia en la Cuenca del Pacífico, sin embargo, a López Obrador el enfoque que tiene esta alianza poco lo inspira. Y acaba de nacer Prosur para enterrar la Unasur, aislar a Maduro y respaldar a Guaidó. No obstante este portafolio de aventuras comunes, cabe recordar que la integración hace parte de su ADN desde cuando logró la independencia.

Entonces, la integración ha dado tumbos, ha sido intermitente, inestable y manoseada por las coyunturas políticas. Las “razones” ideológicas, un día de derecha, otro día del centro, y otro de izquierda, la hacen avanzar, retroceder o desaparecer. Es como si la Unión Europea se transformara tantas veces como tantos son los vaivenes de las temporales hegemonías políticas de derecha, socialistas o socialdemócratas. El Brexit tiene a la Europa en vilo, cuando Venezuela se fue de la CAN y lo echaron del Mercosur, pocos se sintieron aludidos.

Sin embargo, lo peor de estos días es la manera como Brasil, por culpa de una profunda crisis institucional, dejó de ser una nación de relevancia internacional que jalonara a América Latina o a Suramérica a un desarrollo superior, pues estaba destinada a convertirse en el año 2030 en la cuarta economía del planeta. Ahora es un gigante recogido, apagado, desorientado y entregado, que socavó a los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) para plegarse a Trump y abrazar a Netanyahu, es decir, cambió el futuro por las peligrosas aventuras del presente. Patética la manera como Bolsonaro, en bandeja de papel, entregó a su país a Trump, al tiempo que Temer iba a la cárcel, y Lula batalla por una libertad ante una sentencia que hasta ahora no muestra pruebas, sin que esto constituya argumento para desconocer la monumental corrupción del PT y de los demás partidos.

Mientras tanto, Colombia plegada a Trump, sin entender los nuevos equilibrios, las nuevas narrativas mundiales en construcción, y la redistribución del poder geopolítico y geoestratégico global. Argentina, sin trascendencia, porque está en un nuevo ciclo de sus crisis económicas de cada diez años. Y México, por su tratado de libre comercio con Norteamérica está a espaldas de Latinoamérica, pero lidiando con los emigrantes centroamericanos que se abalanzan sobre los muros de Trump, y con un narcotráfico funcional a los millones de consumidores en Estados Unidos.          

Así las cosas, ésta América que nos vio nacer anda como satélite perdido en el espacio. Si no fuera por la indignante y vergonzosa crisis de Venezuela, por la paz de Colombia y la contra paz de Uribe, el suicidio de un expresidente de Perú por culpa del cartel de Odebrecht, y las genialidades de Messi, este lado de la esfera no existiría para nadie. Es una especie de tierra del olvido.

América Latina no tiene un proyecto común, no tiene iniciativas estratégicas conjuntas, no ejerce liderazgo internacional en ningún tema clave, no sabe leer la nueva geopolítica mundial ni los nuevos factores geoestratégicos de la tecnorevolución en marcha, ni las nuevas narrativas en construcción, ni crea discurso, ni defiende los recursos naturales para mitigar los impactos de la destrucción climática y defender la vida, porque Brasil y Colombia acaban sin piedad con la Amazonía, mientras las ricas llanuras argentinas son fumigada por Monsanto. Unas pocas naciones, algunos eventos y acciones aisladas positivas en distintos campos, la tienen agarrada de un borde en el universo, pero nada más.

Próximas columnas: Venezuela, Colombia y Brasil, la maldición del petróleo (II). Una nueva política para América Latina (III).

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