¿Cuál es la paz que buscamos?

Este 21 de noviembre se cumplieron ocho años de la firma del Acuerdo Final de Paz entre el Estado colombiano y las antiguas guerrillas de las FARC-EP. Quedan apenas siete de los quince años establecidos para completar su implementación y menos de la mitad de los $147 billones calculados la ejecutar los 578 compromisos materiales adquiridos. El Instituto KROC de Paz de la Universidad de Notre Dame, designado en el marco de implementación del Acuerdo para hacer el seguimiento, estableció en su octavo informe de mayo pasado un panorama sombrío que refleja la disputa política todavía vigente sobre la negociación política con los actores armados del conflicto.

Los dos puntos con mayor avance son aquellos que interesan a la institucionalidad: el fin del conflicto armado y la dejación de armas por parte de las FARC; y la estructuración de los mecanismos de implementación y verificación del Acuerdo por parte del gobierno. Los relativos a las causas estructurales del conflicto armado y del social subyacente no han corrido con la misma suerte. Los niveles más bajos de implementación corresponden al capítulo primero, de la reforma rural integral, dirigido a resolver los conflictos sobre la tierra y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y al segundo, de participación política, diseñado para impulsar el mejoramiento de la calidad de la democracia y de la participación ciudadana. El gobierno no pudo “hacer trizas el acuerdo”, pero frenó en seco su ejecución.

El capítulo relativo a la justicia transicional marcó con el promedio general de la implementación, pero merece serios reparos respecto del cumplimiento de lo efectivamente pactado sobre el carácter político de la rebelión armada y de los delitos conexos. El Estado, a través de la ley de víctimas y el reconocimiento de la existencia del conflicto armado advirtió la existencia de dos responsabilidades concomitantes: la objetiva del Estado que representa al sistema social vigente, expresada en la reparación a las víctimas; y la subjetiva de los actores concretos alzados en armas en contra del sistema social y de los que delinquieron en su defensa. De ahí que se haya hecho necesario el diseño de una justicia especial autónoma, de carácter transicional y restaurativo, no ordinaria ni retributiva, para los delitos cometidos por todos los actores del conflicto armado, fueran ellos guerrilleros, militares, agentes del Estado o civiles.

No es mera coincidencia que el conflicto social también tenga efemérides este mismo 21 de noviembre, con la conmemoración del quinto y del tercer año de los estallidos sociales del 2019 y del 2021. Es necesario señalar, para quienes quisieran atribuir esta forma de rebeldía al fenómeno fortuito del COVID-19 en vez de a la patología del régimen social vigente, que el primero detonó con anterioridad a la pandemia. La coincidencia de las convocatorias a paro nacional con la fecha de la firma del Acuerdo Final y en reclamo de su implementación relieva el vínculo inescindible entre el repudio de la injusticia y exclusión por parte de las más diversas expresiones sociales civiles y el rechazo del sistema por parte de los sectores que optaron por la lucha armada.  

De ahí que la paz no pueda burocratizarse en el seguimiento de indicadores de gestión que no abocan la cuestión de fondo -la manzana de discordia- de cómo garantizar, mediante transformaciones estructurales, el mejoramiento integral y sostenible en el tiempo de las condiciones y calidad de vida de todos los integrantes de la sociedad. Mientras sigamos en la mera implementación formal del Acuerdo de Paz seguirán reproduciéndose las causas y los efectos del conflicto social y también del armado. Debemos interrogarnos sobre cuál es la paz que buscamos y cuáles los medios idóneos para conseguirla.

Clara López Obregón