Foto: Cortesía
No creo que la nostalgia sirva para mucho, pero recordar el pasado permite entender, a la vez que disfrutar, algunas de las razones. Nada me gustaba más un domingo en la mañana que ver en televisión, después de Animalandia, las aventuras del combo elefante-chimpancé-león bizco filmadas en un refugio de animales en California que simulaba algo parecido al África.
Tendría unos 7 u 8 años entonces y era ávida consumidora de series con bichos, incluidos Flipper y Lassie, el pato Saturnino y Lancelot Link. El tiempo infantil es eterno y entonces aguantaba más horas de televisión de las que tiene un día: el aparato de propaganda anglosajona era avasallador y no había manera de sustraerse a esas aventuras o a las de Tarzán… filmadas en Georgia.
Tardé décadas en descubrir que la plausibilidad de esas series radicaba en la inclusión de imágenes reales de los paisajes donde se desarrollaban las aventuras de cada episodio, eso sí, filmados en estudios construidos en el patio de atrás de las industrias productoras. Otras series como Daniel Boone, Bonanza o El Llanero Solitario presentaban personajes originados en la sociedad y la ecología semidesértica del “lejano oeste” o de las grandes planicies centrales de los Estados Unidos, con sus colonos, indios y vaqueros estereotipados.
Creo que de no haber viajado tanto en mi infancia y juventud por las carreteras colombianas la intoxicación mediática hubiera tenido efectos letales en mi personalidad, algo que por supuesto no puedo excluir por completo de este ejercicio catalizador casero que son las columnas de opinión. Juzgarán…
Poner en su lugar cada una de esas experiencias culturales foráneas tomó un tiempo, pues la colonización no sólo fluía por unos canales de televisión que adquirían y retransmitían más del 70% de su contenido con base en la filmo y discografías estadounidenses, sino que iba empaquetada en la glorificación del modelo de desarrollo de la postguerra y de los valores de la democracia liberal, esa glorificación de la riqueza monetaria que liberaba a las personas gracias a las posibilidades de mercadeo de su talento y cualidades creativas. Con el tiempo también aprendía a relativizar esa meritocracia populista que más bien nos empareja a todos con los Tres Chiflados.
Necesitaría un viaje a Hyderabad en 2015 (cortesía de la convención de diversidad biológica) para tener una inmersión profunda en su contraparte bollywoodense (¿bolivudense?) India, maravillosa, que hizo más por relativizar mi colonial formación que Pinina o Capulina, con quienes nunca logré inspirarme. Me falta el cine nigeriano, promisorio, y agradezco como colombo catalana haberme salvé del soso y desteñido cine español que exportaba el franquismo.
Cada maquinaria de propaganda cultural configura un ejemplo de valores oficiales aparentemente compartidos por los miembros de las comunidades que las detentan, tristemente convertidos por el mercadeo en “marca país”, un mecanismo nada sutil mediante el cual se simplifica y limita la comunicación con el fin de colonizar la mente y los hábitos de “los otros”, una especie de fábrica de fanáticos ”light de unas industrias creativas que alimentan ferias, reinados y festivales de toda índole, alfombras rojas y toda la parafernalia de la farándula, extraño concepto contemporáneo que fabrica, eleva al cielo y eventualmente suicida a famosos y famosas con precisión irritante, por lo tedioso. Al menos el león Clarence o la mona Judy nunca necesitaron asesores de imagen…
La identidad, personal, regional o nacional, que buscamos ansiosamente es un problema complejo. Lo plantean los grandes filósofos contemporáneos, los sicoterapeutas y los “influencers”. De ahí tanto libro de autoayuda, tanto marketing con propósito. Curiosamente, conocerse a sí mismo ahora parece imposible, pues “si mismo” es una amalgama increíble de posibilidades, algunas sugeridas cariñosamente por la familia, otras impuestas por las costumbres, las instituciones formales y la necesidad de ser o parecer alguien… distinto.
El asunto es que la velocidad conspira contra la identidad, todo cambia demasiado rápido y la fugacidad impide aprehender ningún fenómeno, diría qué para bien, porque se acelera la producción de posibilidades y aunque nos angustia lo efímero, crece la incertidumbre y con ella florece el Arte, con mayúscula. Así la comunicación se haga más compleja, podemos estar siendo quien se nos dé la gana y nos podemos inventar una y mil veces, un fenómeno emergente y paradójico derivado de la interconexión entre sobrepoblación y redes sociales, que representa la frontera de lo humano y nuestras capacidades de explorar y habitar este extraño mundo que hemos construido.
Bizca como el león de Daktari, vi la instalación del nuevo Congreso de la República y decidí mejor buscar en Youtube episodios viejos de Tierra de Gigantes y la Isla de Gilligan que nunca creí poder volver a ver. A ver si entiendo en qué país me desperté hoy.