El reciente proceso electoral en México, que permitió al pueblo elegir directamente a integrantes del poder judicial, marca un hito en la historia democrática de nuestra región. Este hecho no solo es importante por su carácter inédito, sino porque abre una discusión de fondo sobre el papel que juegan los poderes del Estado en la construcción de sociedades justas, equitativas y verdaderamente soberanas.
La democracia se fortalece cuando se eliminan las barreras que impiden la participación directa del pueblo en decisiones fundamentales. Durante demasiado tiempo, el poder judicial —en muchos países latinoamericanos— ha estado controlado por redes de recomendados, apellidos influyentes, y lobbistas que ejercen su poder al margen del interés general. Como bien lo expresó la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, este poder ha sido manejado por “los hijos de los primos de las hijas de los hermanos de…”, es decir, por círculos cerrados ajenos a la realidad del pueblo que dicen representar.
La democracia no es peligrosa. Lo peligroso es la corrupción, la discriminación y la ausencia de justicia social. Los sistemas judiciales capturados por élites han sido uno de los mayores obstáculos para la implementación de políticas públicas que respondan a las necesidades reales de la ciudadanía. Y eso es algo que los votantes comienzan a rechazar en las urnas.
Un ejemplo concreto, cotidiano, lo vemos en las Juntas Administradoras Locales (JAL):
La comunidad denuncia.
La JAL aprueba estrategias y presupuesto para la convivencia y la seguridad.
La alcaldía ejecuta actividades sociales para jóvenes.
La policía actúa y captura a quienes cometen delitos.
Pero cuando el proceso llega al poder judicial… simplemente no pasa nada.
Los capturados, luego de más de 150 días de trámite, muchas veces recuperan la libertad sin consecuencias claras. Y si llegan a prisión, lo hacen a un sistema que no garantiza ningún tipo de resocialización. La prevención brilla por su ausencia y la justicia termina siendo una cadena de eslabones sueltos, donde lo que se pierde es la esperanza de transformación.
Este ciclo vicioso no puede combatirse solo desde una ideología. La corrupción no tiene color político, aunque es cierto que ciertas fuerzas han tenido mayor oportunidad de ejercerla por haber gobernado durante más tiempo. Sin embargo, el antídoto está en manos del electorado: una ciudadanía crítica, informada y activa, capaz de definir agendas políticas que se comprometan con un verdadero Estado de derecho —no un Estado de derecha o de izquierda, sino uno que responda a las necesidades sociales con justicia, equidad y transparencia.
El pueblo debe seguir teniendo la palabra. Debe decidir no solo quién gobierna, sino cómo se administra la justicia. Ese es el camino hacia una democracia real: una donde no existan talanqueras, una donde la soberanía no sea un discurso, sino una práctica cotidiana.
Que viva el pueblo y su poder de decisión.
Y que Colombia —y toda América Latina— puedan pronto recorrer este mismo sendero hacia una democracia más justa, participativa y soberana.
Marcela Clavijo P.

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