Después de todo, solo quedan las palabras

Recordamos a esos seres que ya no deambulan entre los vivos porque, para bien o para mal, nos marcaron. A veces, los evocamos con el mismo pretexto de un poema de Jorge Luis Borges: “Mi corazón insiste en que regresarás, / mi corazón insiste en que no estás muerto, / y si estoy sin dormir es porque creo / que aún duermes y no quieres despertar.” Tratamos de recordar cada rasgo que los hacía únicos: cada mancha o arruga en su rostro, su forma de caminar, el tono de su voz, sus aficiones, sus cuitas, sus maneras de vestir. Con cada detalle distintivo, se despiertan en nuestra memoria acontecimientos, lugares, canciones, sentimientos, olores, personas, películas, fracasos, libros y pequeñas alegrías o triunfos. Por masoquismo o nostalgia, deseamos volver a esos lugares donde transitamos junto a ellos. Si tenemos la oportunidad de regresar, nos sorprende que todo siga igual, y lo que realmente ha cambiado en nuestra existencia.


Mi existencia ha cambiado porque ahora encuentro sosiego en cosas pequeñas y a la vez sublimes: acostarme en el sofá viendo una película, jugar con mis hijos después de los deberes del día, escuchar música de antaño, tomar un café o un té verde mientras leo a un autor descubierto recientemente, comer algo sano en la tranquilidad de la noche. He cambiado porque a estas alturas da abulia emprender nuevas aventuras y conocer nuevos rostros. He cambiado porque me sobresalto cuando alguien llama a mi celular o a mi puerta después de las ocho de la noche. He cambiado porque me despierto antes de que suene la alarma del celular y porque ya hago parte del uno por ciento de las personas que ya sienten hartazgo por las redes sociales. He cambiado porque, para tomar una decisión, me tomo el tiempo que sea necesario, incluso sin la decisión no es trascendental. ¿Y qué decir de las aglomeraciones? Huyo cuando, en fechas especiales, coincido con otras miles de personas en un mismo sitio.


Sin embargo, lo que realmente asusta es cuando, cualquier día, aparece una dolencia en alguna parte del cuerpo, porque se piensa que es el indicio de una muerte inevitable. En ese momento, tratamos de aferrarnos a momentos significativos para llevarnos algo hacia la otra vida o hacia la nada. Si la dolencia persiste durante una o dos semanas, pensamos en algún dios, y a ese dios le pedimos una muerte certera, rápida, sin la posibilidad de pensar que estamos agonizando. Pienso en una frase de François Fénelon: “La muerte solo será triste para los que no han pensado en ella”. Pero no basta la anterior frase para tranquilizarme. La idea de no dejar a mis herederos experiencias escritas me atormenta, porque, como decía Samuel Beckett: “Las palabras son todo lo que tenemos”.

Concluyo diciendo que el tiempo se encarga de que no recordemos con claridad a los que se fueron, mientras que las palabras perdurarán por los siglos de los siglos, aunque no deambulemos entre los vivos y aunque nadie recuerde lo que nos hacía distintivos.

Edwin Arcos Salas

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