Hace unas décadas, luego de una intensa negociación, se logró que una parte de los intereses de deuda externa pública de Colombia fuese pagada in situ, es decir, en inversiones ambientales en el territorio nacional. Fruto de esos experimentos fueron la Corporación Ecofondo, creada como alianza entre 119 organizaciones ambientalistas en 1993, hoy inexistente, y el Fondo para la Acción Ambiental y la Niñez, en el 2000, una organización pequeña, sin ánimo de lucro y extremadamente eficiente y exitosa, capaz de movilizar recursos por 58 millones de dólares en 2021, un modelo del cual tod@s deberíamos aprender.
Los fondos derivados de lo que se llamó “canje de deuda por naturaleza” nunca afectaron el capital de la deuda, ni se estructuraron con criterios de negociación ajenos al mercado, dado que, en principio, las deudas hay que pagarlas, eventualmente renegociarlas. La idea de un “perdón” unilateral de deuda, o la eventual negativa a pagarla por reclamos objetivos de los contrayentes nunca estuvo sobre la mesa hasta que la noción de justicia ambiental o climática comenzó a desarrollarse formalmente, con la evidencia de que el crecimiento de las economías de ciertos países había sido posible gracias al uso de la atmósfera planetaria como “botadero” de CO2, un espacio compartido, convirtiéndonos en menos de un siglo en víctimas inesperadas del calentamiento global.
De ahí el reclamo por el decrecimiento o redistribución justa y equitativa de los costos de las transformaciones ambientales del planeta, al menos, y la definición de compensación adecuada por el daño causado a la biosfera y las graves implicaciones que esto trae para todas las sociedades. El problema es que en Colombia tenemos “rabo de paja”, pues si bien no contribuimos significativamente con las emisiones de CO2 a la crisis climática, si convertimos en humo la riqueza genética del planeta.
Clima y biodiversidad están entrelazados, así muchos gobiernos insistan en que se trata de temas diferentes. Pero la comunidad científica y gran parte de la sociedad ya no come cuento y sabe que la deforestación amazónica o de las selvas del Pacífico, por ejemplo, es una amenaza tan o más grave que la saturación de CO2 y que, de no considerarse integradamente, nunca podremos aspirar a superar la crisis ecosistémica que amenaza la humanidad.
Al final, el canje de deuda si tiene una moneda común, y es la probabilidad de supervivencia para el año 2101, algo que puede sonar tan apocalíptico e infundado como el paso del siglo 20 al 21, pero que tiene todo el respaldo de las ciencias contemporáneas.
El indicador cínico sería la cantidad de información genética evaporada por hectárea deforestada vs la cantidad de información genética restituida por la economía ecosistémica que requerimos implementar, una lógica en la que sabemos por ejemplo que un cultivo de cacao o un sistema silvopastoril son pálidos sucedáneos de la integridad biótica requerida para afrontar el futuro en la escala de los milenios.
La deuda climática existe y no se saldará condonando intereses, pañitos de agua tibia. Contabilizarla en términos de mercado puede que sea útil, pero conocemos las limitaciones de la contabilidad verde; es demasiado transparente. La solución es una nueva perspectiva internacional sobre las inversiones climáticas del mundo en Colombia, epicentro global de biodiversidad, tema central para Cancillería.