Desde el pasado 21 de noviembre, el país latinoamericano vive un paro nacional sin precedentes, que ha dado origen a un gran movimiento de resistencia social y pacífico, que se ha mantenido en las calles por quince días y que ha trasgredido las fronteras urbanas, saliendo de las principales ciudades y abarrotando la ruralidad del cuarto país más desigual del mundo.
El país por primera vez, supo de la existencia de pequeños pueblos y corregimientos cuyos nombres prácticamente nunca se habían escuchado, y donde sus habitantes también se movilizaron, los indígenas que viven en las rancherías situadas en la Alta Guajira, bajaron hasta Riohacha, los Wayúu que han perdido en los últimos 8 años a más de 4.770 niños por causas asociadas a la desnutrición, que han sobrevivido al abandono histórico del Estado sumado a la miserableza de los gobiernos locales que los manejan y si los Wayúu bajaron, pesé a la escasez de alimentos en la región y a las amenazas de muerte que han recibido sus líderes sociales, que continúan luchando para que la Corte Interamericana de Derechos Humanos le ordene al Estado colombiano, el cumplimiento de las medidas cautelares otorgadas por la Comisión en el 2015 a favor de esta comunidad indígena, es porque se cansaron de ser testigos de la desaparición de su propio pueblo y porque aún perdura la esperanza de que el gobierno reaccione ante la crisis humanitaria que viven.
La movilización liderada en un inicio por sectores sindicales y estudiantiles, caló en el corazón de madres, abuelas, indígenas, afrocolombianos, maestros, mujeres, jóvenes y campesinos que no necesitaron que los convocaran para unirse a las multitudinarias marchas y lo que parecía ser una protesta más, terminó convirtiéndose en un paro histórico, en el que los reclamos postergados hoy tienen dolientes, por un lado, las comunidades campesinas rompieron su silencio, para exigirle al gobierno que frene el robo de sus tierras, que invierta recursos en el campo colombiano, para que los productos agrícolas no se sigan importando mientras los campesinos siguen soportando las quiebras de sus pequeños mercados. Pero estas demandas no son nuevas, el Censo Nacional Agropecuario, presentado por el mismo Dane, revelo que el 44.7 % de los campesinos viven en la pobreza, el 69,9 por ciento tiene menos de 5 hectáreas y ocupan solo el 5 por ciento del área censada, el informe es una radiografía de lo que vive la Colombia agraria, que se debate entre el analfabetismo y el hambre, el 20 por ciento de los niños que viven en la ruralidad, entre 5 y 16 años de edad no pueden acceder a la escuela y mucho menos a un colegio.
Al descontento justificado de los campesinos, se sumaron rápidamente las voces de los pueblos indígenas, que demandan el cumplimiento del Acuerdo de Paz, porque las trabas normativas impulsadas en el Congreso de la República, por el Centro democrático, partido político del Presidente Duque, que ha intentado con argucias deslegitimar lo acordado, han puesto en jaque el post acuerdo, exponiendo a las etnias a una nueva ola de violencia, en la que el asesinato de sus líderes sociales y defensoras de la construcción de la paz territorial no para. Desde agosto de 2018 mes en el que Duque se posesionó como Presidente hasta la fecha, más de 130 indígenas han sido asesinados, situación que preocupa por la impunidad en la que se han sumido la mayoría de estos casos, impunidad que aparentemente cuenta con el guiño del Estado, que en vez de crear un plan de protección y esclarecimiento de la verdad, ha dedicado sus esfuerzos a la negación de la existencia de ejércitos paramilitares, grupos que socavan la posibilidad de los pueblos ancestrales de vivir en paz.
Como si fueran pocas las razones para protestar, el mismo mandatario de los colombianos con sus actuaciones ha motivado a nuevas movilizaciones, un Presidente que va en picada con el 70 por ciento de desaprobación según la última encuesta de Invamer, que pasados 15 días continúa mirándose al espejo desconociendo la soberbia y la sordera que padece, en su desespero ha querido culpar a sus detractores políticos y no ha entendido que las masas que se han tomado las calles están dispuestas a quedarse, un jefe de Estado que en sus alocuciones televisadas demuestra el desconocimiento del país que intenta dirigir, y que reitera con cada frase su falta de empatía con los reclamos de las clase trabajadora, protagonista del paro nacional. El primer desacierto fue llamar a los empresarios que son los únicos que se han visto beneficiados de sus políticas, después ante el desbordamiento de las protestas y las críticas de la prensa internacional, propuso un diálogo en el que ni siquiera se ha negociado uno de los 13 puntos que ha presentado el Comité del Paro y que a todas luces se convierte en un intento fracasado por desgastar la movilización.
Pasada la página de la guerra sin sentido que libraron por más de 50 años la guerrilla de las FARC y el Estado, la sociedad colombiana ha empezado a entender que la falta de agua potable, servicios básicos, la precariedad de vías, las fallas en el sistema de salud, las nulas garantías para acceder a la educación, el asesinato de mujeres y hombres que ejercen un papel fundamental en los rincones más apartados de Colombia, la pobreza y la desigualdad que afecta abismalmente a las minorías étnicas y campesinas, no era del todo culpa de las FARC, sino del desinterés consciente del Estado, que representado en las instituciones del gobierno pretende seguir dilatando las transformaciones sociales que demandan los territorios que han resistido los horrores del abandono institucional.
La ciudadanía que se congregó el primer día del paro nacional en las plazas de las grandes ciudades, que ha encontrado en su camino el respaldo invaluable de la Guardia Indígena del Cauca y de cientos de pueblos nativos, se ha alzado en una sola voz, que clama justicia, dignidad y un cambio de dirección en las políticas del gobierno Duque, saben que la lucha hasta ahora comienza y por eso están dispuestos a volver a salir cuantas veces sea necesario, así los sectores de la extrema derecha aliados con algunos medios de comunicación, intenten desacreditar el derecho a la protesta social, contemplada en el Artículo 37 de la Constitución Política, que refiere “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”, esos mismos sectores son los que se niegan a creer que esta Colombia no es la misma que contemplo atónita desde una esquina la masacre de las bananeras, perpetrada hace 91 años por el Estado, en Ciénaga, Magdalena, en donde más de 1000 campesinos fueron exterminados por adelantar una huelga, en la que exigían condiciones laborales dignas.
Hoy con cacerola en mano el pueblo sigue concentrándose por las noches en los barrios y en los rincones de la nación, donde los colombianos han encontrado la forma de cuidarse unos a otros, como hermanos, convencidos de la validez de sus reclamos y haciéndole un homenaje en cada marcha a esa nueva generación, que seguirá llevando en el corazón a Dilan Cruz, quien no pudo recibir su título de bachiller porque las balas del Estado se atravesaron en su camino, arrebatándole la oportunidad de vivir.