Este próximo mes de julio, se cumplirán 31 años de la firma de un acuerdo de paz entre los entonces, grandes, empresarios de las esmeraldas de nuestro país. Aunque la noticia tuvo gran cobertura y la realidad para quienes vivían enfrentados cambió, muchos aún somos absolutamente ignorantes de las grandes oportunidades que el país está empezando a cosechar en el suroccidente boyacense. Vivimos atados a un viejo, sórdido y desactualizado imaginario, que nos impide ver el renacer de un vivo color verde, verde esmeralda, por el que deberíamos sentirnos más que orgullosos.
Antes de salir de viaje con destino a conocer la que sería mi primera mina de esmeraldas, el destino se veía cada vez más lejos, no tanto por las más de 5 horas de carretera que me esperaban, sino por la avalancha de comentarios negativos que recibía sobre mi seguridad. Normalmente desconfío de las opiniones sueltas y sin fundamento, pero la consistencia en los argumentos me hizo dudar. Aún así, emprendimos el viaje.
221 kilómetros después estaba viendo esa Colombia profunda que muchos de los que vivimos en “las grandes” ciudades del país desconocemos. Allá conocí los esfuerzos realizados por empresas mineras que están apostando por traer al país los mejores estándares a su sector, un reto inmenso que empieza por ayudar a transformar el gran imaginario social que aún hoy, tres décadas después, sigue siendo el mayor lastre para las bellas esmeraldas colombianas.
La visita tenía como objetivo conocer la operación de una de las más icónicas minas de esmeraldas colombianas, Coscuez. La empresa dueña de la mina, se preparaba para realizar su primera subasta de estas verdes e intrigantes piedras, algo jamás visto en nuestro país, más aún cuando la exhibición tendría lugar en Dubái y en Bogotá, con pocos días de diferencia. Encontré una zona con grandes desafíos, pero con inmensas oportunidades que llegan con el empuje que brinda la creación de empleo formal, la inversión en las líneas correctas de desarrollo social y la consolidación de una visión de negocio que integra a las comunidades, se articula con el gobierno y promueve la implementación de prácticas de talla mundial.
De regreso en Bogotá y con algunos días de diferencia, fui invitado a conocer la subasta que ahora se tomaba la capital de Colombia. Nuevamente miles de falsos imaginarios se derribaron con tan solo ingresar al hotel en que se llevaba acabo el evento, que duraría una semana completa. Compradores de distintas partes del mundo visitaron nuestro país para, por primera vez, encontrar una oferta de casi 115.000 quilates de esmeraldas repartidos en más de 30 lotes. Las gemas, separadas por su calidad, pureza, forma y otra serie de características, fueron analizadas por expertos nacionales e internacionales, que luego podían hacer sus ofertas en una plataforma digital que sería supervisada por la casa de subastas de diamantes y piedras preciosas, más antigua del mundo. ¿Alguien en Colombia se imaginaba algo así hace 30 años?
Tan impresionante me resultó ver las más finas esmeraldas de esta subasta, como la atención y cuidado con que los potenciales compradores apreciaban cada milímetro de las piedras que se presentaban en bruto, y que parecían ya trabajadas por las finas manos del más experto tallador.
Cuánto hemos perdido como país por seguir con los viejos estereotipos y con nuestros pensamientos tan “pueblerinos”. Enmarcamos a sectores completos y a sus profesionales en obsoletos conceptos que nos impiden ver el gran potencial en el que, desde lejos, otros apuestan con la más fuerte energía.
Tenemos que volver a creer en lo nuestro, pero sobre todo en los nuestros, porque siempre hemos sido más los que estamos dispuestos a sumar que a dividir. Desconfiando unos de otros, hemos perdido oportunidades de exhibir lo bello que tiene Colombia y convertirlo en grandes industrias que ayuden a empujar las más significativas transformaciones que requiere nuestra sociedad.
Hoy podemos ver en distintos colores, y el verde debe ser uno de ellos.
@AlfonsoCastrCid
Managing Partner
KREAB Colombia