Aunque complot y conspiración se usen indistintamente para significar acuerdos secretos con el fin de cometer actos ilegales o dañinos como un asesinato, traición o corrupción –concierto para delinquir en la tradición gringa– nos inclinamos por el galicismo de complot para ubicar un Álvaro Leyva deseoso “de obtener poder y dominio” mediante una conjura estrictamente política. Si bien la historia colombiana ha estado marcada por personajes oscuros y siniestros que han conjurado golpes de estado mediante actos viles de asesinato de poderosos, recordemos la Nefanda Noche Septembrina (1828), donde se puso al descubierto el periodo de “Conspiretas” de la patria cuando Pedro Carujo intentó el magnicidio del libertador Simón Bolívar pero la historia hasta ahora graduó a francisco de Paula Santander de la intentona sin éxito mortal. Posteriormente nuestro siglo XX demostró otra tentativa de derrocar el gobierno de Ernesto Sampér, y parece que hoy, en el siglo XXI, el peso de la historia lo cargará Leyva como depositario de todas las sospechas de desestabilizar el gobierno de Gustavo Petro.
A Leyva las fuerzas políticas de izquierda lo tildaron de traidor a la patria y la Ultra Derecha (Para el argentino Agustín Laje: Derechita Vergonzante) lo graduó de solitario y fracasado golpista (aunque pudo ser el primer golpe de estado del siglo veinte) pero como no se dio, tendría que pasar algo más allá dentro de las circunstancias actuales del país para que sepamos la realidad. Porque hasta ahora no se conocen situaciones atribuibles a un plan organizado donde confluyen muchas cosas como caldo de cultivo para fraguarse un “complot”, pongámoslo en su contexto: Por un lado se tiene la sensación de un país descuadernado por falta de consensos para gobernar, sumado a las conversaciones empantanadas con el Clan del Golfo, ELN y las disidencias de las FARC que no le permiten mostrar resultados de la política de Paz Total, en la medida que todos ellos esperan resultados y solo hay promesas incumplidas bien sea por falta de presupuesto o por falta de consensos políticos y respaldo ciudadano.
Por el lado de la vicepresidente Francia Márquez, nos debe muchas explicaciones, porque en la materialización de un derrocamiento, es ella -como vicepresidente- quien debe asumir el gobierno legítimo, y proseguir con el plan Leyva que aún no nos han querido contar.
Por parte de los norteamericanos sabemos, por fuentes periodísticas, que no quisieron participar, y no es difícil interpretar que en los planes de Trump está en primer orden su participación histórica en la próxima tercer guerra mundial entre Irán e Israel, lo que relegaría a un último plano un derrocamiento sudamericano progresista, que lo ve como una nimiedad en la geopolítica mundial y porque Petro no le aporta mayor relevancia a la consolidación de la agenda política Trumpista.
Frente a la derecha colombiana toma la vocería el expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien no deja pasar por alto este oportuno suceso para respirar una bocanada de oxígeno fresco para politizar su eventual condena y martirizarse frente a una persecución conspirativa de Leyva. Uribe hará lo que mejor saben hacer las ultras caudillistas: apalancarse exponencialmente en su beneficio político quedando como mártir, perseguido y utilizado por la izquierda complotista. Pregunta obligada sería si las Fuerzas Armadas están en el plan de Leyva?.
Capítulo aparte nos merece la señora Fiscal General colombiana, ella ¿sabrá en que está metida?. Surgen serias dudas sobre si es plenamente consciente de la complejidad y profundidad del contexto en el que se encuentra inmersa. Resulta alarmante que ni siquiera hubiera escuchado el audio enviado por el presidente Gustavo Petro -quien la postuló para el cargo-, y que solo reaccionara una vez el contenido fue revelado por el diario El País de España, obligando al órgano investigador a despabilar, aunque la tendrá difícil por su exposición internacional ante investigaciones de presunta corrupción en el caso Odebrecht capítulo Guatemala, bajo el rigor de una fiscal de tendencia ultraconservadora. Sin embargo, regresando a Colombia, su situación es aún más delicada: no solo se espera que actúe con independencia institucional, sino que también carga con lealtad hacia el sector político de izquierda petrista. Debe tener muy claro que su permanencia en el cargo depende del órgano competente que puede removerla, no de quien la ternó, y que el cumplimiento imparcial de sus deberes es imperativo en el actual contexto de alta tensión nacional.
De todas formas, en las manos de ella reposa la responsabilidad de avanzar con prontitud en la investigación del denominado «complot Leyva», cuyas implicaciones superan el terreno penal para entrar de lleno en la gobernabilidad democrática. Nadie quisiera estar en sus zapatos que deben caminar por un verdadero laberinto institucional y emocional, en el que convergen nombres y hechos de gran peso simbólico y político: Petro, Uribe, Leyva, Odebrecht, y ahora, un presunto intento de magnicidio contra un precandidato presidencial de derecha. El entramado fáctico comienza a perfilar un escenario con múltiples cabos que conectan el atentado de Miguel Uribe con grupos armados como el ELN, las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo, todos actores que han expresado inconformidad con los incumplimientos en la implementación de la política de Paz Total. Interpretar el modus operandi de estos grupos no es una tarea compleja, pero sí urgente, para determinar si estamos frente a un hecho aislado o ante una estrategia concertada que podría alterar gravemente el curso institucional del país.
El complot Leyva les serviría a todos los presuntos señalados siempre y cuando se dé un cambio en las reglas de juego políticas -sin octava papeleta- para volver a barajar la partida y mejor aún con una vicepresidenta en modo aprendiz que Leyva pueda manipular, así se encarna en el papel de brujo, inmerso en conjuros institucionales, enfrentando acusaciones lanzadas por otra figura controversial con el tono de hereje, el ministro de justicia Eduardo Montealegre, quien quiere imputarle el “menoscabo de la integridad nacional”, un delito que acarrea hasta 30 años de prisión por “conspiretas” según el artículo 455 del Código Penal.
Pero, ¿qué está pensando Leyva?, un veterano zorro astuto de la política nacional, curtido en los laberintos del poder y habituado a navegar las aguas turbulentas de la intriga palaciega. Ha sido un actor transversal en todos los gobiernos, con todas las fuerzas y, sobre todo, profundo conocedor de los códigos ocultos del caudillismo colombiano. Quien ha estado en contacto directo con los principales protagonistas de la vida política del país -desde la derecha conservadora hasta la izquierda alternativa, pasando por el espectro liberal y el centro vacío- tiene la capacidad de articularse con todos, de interpretarlos y, llegado el caso, de confundirlos. Leyva sabe mover las piezas con maestría: mete a todos los actores políticos en un mismo costal ideológico y prende la trituradora política para ver qué sale de cara a las elecciones que se aproximan.
Así las cosas, no es descabellado anticipar que el presidente Gustavo Petro podría pasar a la historia no solo por liderar un gobierno de ruptura, sino por haber sido objeto del primer gran complot político del siglo XXI en Colombia. Aunque en grado de tentativa, la sombra de la conspiración comienza a delinearse. Ya no es solo materia para historiadores o teóricos de la política como Fouché o Maquiavelo; ahora es terreno fértil para quienes, como Leyva, entienden el poder no desde la legalidad, sino desde la alquimia del cálculo político, y ojalá que la fiscal logre salir de su laberinto para adelantarnos algo.


luis fernando ulloa
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