Pedro Castillo ganó las elecciones en Perú siendo electo por una izquierda conservadora, amparado en el sentimiento anti-élites y en gran medida por su discurso anticorrupción. Sin embargo, poco importó el mandato ciudadano cuando nombró a su amigo Juan Silva como ministro de transporte, quien, al ser cuestionado por su falta de preparación, respondió: Yo tengo pase para conducir y soy conductor. Hace poco, en Colombia, el senador Gustavo Bolívar hacía un llamado para apoyar al polémico autor de la serie Matarife con la frase: primero los nuestros. No hay ni una sola persona metida en política que no justifique gobernar con los suyos, y las fallidas reformas políticas jamás tocan lo que hace tan poderosos a los congresistas: el control casi absoluto del empleo público.
Andrés Manuel López Obrador barrió con todos y todas las funcionarias mexicanas bajo la premisa de que cualquiera en un gobierno anterior era corrupto, pero no promovió concursos de méritos, o siquiera convocatorias públicas para corregir la situación. Lo propio han hecho gobiernos de todo talante en el continente como Bolsonaro en Brasil e Iván Duque en Colombia, tal vez el ejemplo más reciente, peligroso y vergonzoso de gobernar con los amigos.
Esto es una ruleta rusa que no carece de víctimas: estamos llenos de liderazgos tóxicos y tenemos un sistema de incentivos que corrompe al más estoico. Por otra parte, los funcionarios, funcionarias y contratistas que tienen un mínimo de compromiso con el país triplican su jornada llenándole los informes de gestión a los y las recomendadas. Nefasto para la democracia y para las instituciones, pero nada importa. Cuando arranca la campaña política, el Estado contrata por prestación de servicios a hordas de personas para que puedan dedicarse a hacer de sus políticos los vencedores. Después, las campañas “prodemocracia” hacen jingles de por qué hay que votar bien, ignorando por completo el sistema de incentivos e infantilizando a la ciudadanía electora. Vote bien, pero pierda su trabajo. Nada fácil.
Nadie quiere gobernar con los enemigos, es cierto. Pero también es verdad que bajo este estilo de liderazgo resultamos con un fiscal general de la Nación a quién le “cuidan su imagen” con los recursos públicos y a quien tienen que servirle personas con bajos sueldos, como si fuera un reyezuelo. Porque lo es. Controla el trabajo, controla a la gente. Recuerdo muy bien que en la época en la que fui funcionaria de una empresa industrial del Estado había una lista donde cada congresista tenía un código y enviaba hojas de vida con su recomendación. Muchas personas de esa lista eran gente capaz y competente, pero otras no. Entraban y salían y la entidad pagaba el alto costo de la rotación de personal. Me tocó ver incluso a familiares de parapolíticos en la cárcel salir de trabajar con una sonrisa en la boca y diciendo: “otro día más cotizado para la pensión”.
El problema es que en América Latina pensamos que lo que hay que hacer es seguir gobernando con los amigos, pero cambiar unos amigos por otros. Podría jurar que Iván Duque pensaba que sus amigos eran gente capaz y preparada y que nadie le vio ningún problema a nombrar gente ineficiente en altos, medianos y bajos cargos del Estado. Al no haber carrera, aquellas personas que les toca triplicar su trabajo pierden su vida poniéndose la camiseta, levantándose a la una de la mañana y haciéndole el trabajo a los demás. A ellas sí les devuelven sus informes de gestión por una coma mal puesta. Ahora, piensen ustedes lo que significa montar la operación administrativa para revisar miles y miles de informes de contratistas de prestación de servicios cada mes, porque en nuestro sistema político nos negamos a tener una burocracia capacitada y estable que nos pueda decir que no, y porque la clase política no quiere perder su moneda de cambio.
Estamos promoviendo uno de los peores sistemas de corrupción en el empleo público y no movemos una pestaña al respecto. Nos limitamos a decirle a las personas que trabajan en el estado que renuncien, que así ha sido toda la vida, que por supuesto lo importante son los nuestros. Los nuestros primero porque los nuestros son mejores. Mentira, no lo son. El mecanismo sigue siendo el mismo y se repite el ciclo en el que los dos primeros años de gobierno se gastan reemplazando la nómina estatal (la de la prestación de servicios) y los dos siguientes preparando la campaña siguiente. Se han visto fracasar iniciativas, morir proyectos y perder miles de millones de pesos en cada cambio de jefe. El Estado arranca cada cuatro años con poca información, sin memoria institucional y con unos altísimos costos. Lo peor de todo es que la probabilidad de que el buen trabajo haga que la gente más competente se quede es bajísima porque prima la recomendación política.
En México tienen un dicho bastante particular: cada perro viene con su correa. Si el sistema de incentivos funciona de tal forma que la gente que trabaja en lo público depende a tal grado de su padrino político, es poco probable que una persona decida perder su trabajo, su sustento y su futuro diciéndole que no a su padrino o madrina. Y así, queridas personas que me leen, es como creamos el congreso que tenemos. Así es como conservan el poder los senadores y representantes más clientelistas, mediante el control absoluto del empleo público. La próxima reforma laboral aparentemente buscará eliminar el espantoso mecanismo que les da tal control a los políticos sobre la vida de las personas. Dudo mucho que pase, pero no pierdo la esperanza.